Tramo 4, Etapa 5, Camino del Cid, La ciudad soñada: Olba-Montanejos

Si acaso, el mayor atractivo que tiene hacer estas agotadoras travesías senderistas es la gente que uno se va encontrando en el camino. No ocurre así en coche o moto. Tal vez en bicicleta (viajando en este medio di con Salva, el entrañable ciclista de Aia, Guipúzcoa, orgulloso de su sobrepeso; o con Ramón, de Mallorca, joven entusiasta que nunca había estado antes en la península y aspiraba a encontrar un albergue barato y confortable donde quemar leña y relajarse; no quise desengañarlo). Aunque, es preciso coincidir en un alojamiento o detenerse un buen rato si uno desea saber del otro. De otro modo, el camino “pasa” demasiado veloz para ellos, no da lugar al intercambio personal, sosegado, a la confidencia que propicia el encuentro fortuito con alguien que, casi con seguridad, no volverás a ver nunca; al que confías, y te confía, sentimientos, vivencias que no compartirías en otra circunstancia. Así ocurrió con Prem Sambhavo en Olba, con los mencionados Ramón y Salva, o con Alicia y su grupo de amigos en Puebla de Arenoso, donde nos encontramos comiendo y compartimos café, sobremesa y excursión al castillo de la Viñaza y la ermita de Los Ángeles. Luego de hablar sobre el Camino y su propósito de atraer recursos a una zona deprimida en términos de población, poner de relieve su valor literario e histórico, dimos un paseo como si nos conociésemos de toda la vida: hablando de las respectivas profesiones (Alicia había ejercido como ginecóloga, los otros dos como enseñantes), contando chistes o refiriendo anécdotas. En una de estas, Alicia, siendo niña, contestó a una pregunta planteada por una de las monjas del colegio donde estudió: “¿alguien sabría decir lo que es el caviar?” —preguntó la religiosa sagaz — “los huevos del centurión”, respondió Alicia resuelta. De inmediato, fue aplaudida por toda la clase, no tanto por la delirante respuesta como por haber librado al resto de tener que responder. La monja, avinagrada, a la que jamás se le había conocido alegría alguna, a punto estuvo de morir de un ataque de risa. Como consecuencia, Alicia fue apartada del equipo de baloncesto donde jugaba de pívot. El colegio competía en un concurso televisado, en directo, que llevaba por nombre “Cesta y Puntos”: temían cualquier respuesta espontánea por parte de la muchacha que avergonzase al centro. Otra de aquellas mujeres, profesora de educación física jubilada, me habló de la teoría conspiranoica en relación con las vacunas de la covid-16 más delirante que haya escuchado en todo este tiempo de pandemia: “¡nadie está vacunado en China! El virus es un montaje de Estados Unidos para recuperar su poder en el mundo y culpar, de paso, a aquel país de la desgracia para vendernos vacunas”. A ella se lo ha asegurado su profesor de yoga (!), cuyo hijo es doctor en medicina en aquel país. Por supuesto, no está vacunada, “y tan feliz”, asegura. Excuso decirle que, si todavía no se ha contagiado, es porque el resto sí estamos vacunados. El hombre, en cambio, es moderado, más socarrón. Acusa en su rostro las arrugas y el deterioro que provocan muchos años dedicados a la enseñanza. 

Si cuento estas confidencias es porque, además de inocuas, revelan el rico mundo que hay fuera del salón de nuestras casas, la diversidad de opiniones y vivencias que conforman este curioso grumo que llamamos, sociedad; mucho más cercano y accesible de lo que los medios de comunicación nos hacen ver con su disputa y miedo permanentes. Por lo demás, pasamos dos agradables horas de charla y cambio de impresiones: un chispazo fugaz, enriquecedor y divertido entre desconocidos que, estoy seguro, no se habría producido en una gran ciudad.

Entre Olba y Montanejos atravieso bosques frondosos junto al río Mijares. Siempre es un milagro comprobar cómo un pequeño cauce, que uno ha atravesado apenas con un pequeño saltito, se transforma en impetuoso caudal aguas abajo. Así lo hace este en Puebla de Arenoso, justo donde se represa en un bello paisaje de pueblo blanco y barrancos despeñándose desde los pinares. En muchos de estos, al caminar bajo su sombra, se revelan bancales que en tiempos fueron cultivos. Hoy se han cubierto de vegetación y sus semillas han germinado en espesura insalvable a pie. Hay lugares por los que discurre el Camino que están artificialmente salvados con maderas o rocas para poder sortear los arroyos que bajan hacia el valle. Umbrías de agua y frescor donde crecen higueras, cañaverales, granados silvestres en una suerte de paraíso vegetal. Allí han dejado su huella los encargados de habilitar y señalizar la vía. Vaya hacia ellos todo mi agradecimiento por haber logrado que no me haya perdido ni una sola vez —los angostos senderos no son siempre fáciles de seguir por abruptos, no por mal señalizados—, siempre que he seguido las líneas roja y blanca.

Lo único que se ha de tener claro caminando por estas vaguadas es que, si se baja, inevitablemente se habrá de subir después: como en la vida. Aunque, en ocasiones, se dé la situación contraria, 

Casi llegado a Montanejos, caminando por el arcén de la carretera, un amable hombre se ofrece a acercarme al pueblo. Le agradezco, pero niego con la cabeza. Cuando lo observo, en su rostro están marcadas las huellas del pasado de sus pobladores: luce perilla canosa, pelo crespo y ojillos chispeantes de moro o judío medieval. Con la imaginación lo visto con chilaba y turbante y me parece estar ante un figurante de la película El Cid, de Anthony Mann, con Charlton Heston y Sofia Loren en los papeles de Rodrigo de Vivar y Jimena. 

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