Tramo 4, Camino del Cid, La ciudad soñada: Salva

Ya he hablado en alguna ocasión de que el Camino lo hacen también las personas, no solo los muchos kilómetros andados y el mundo interior que transita cada uno al recorrerlo. Por eso en esta ocasión me gustaría hablar de, pongamos, Salva. “Joven” entrado en años y kilos —“ya tuve más”, asegura poniéndose de perfil y mostrando una silueta de jabalí; en absoluto atlético, a punto de reventar las costuras del mallot: “hace un par de meses ni siquiera lo abrochaba”, asegura—, comenzó la ruta por esa cosa tan española del “no hay güevos” que propuso alguno en la cuadrilla de su pueblo, y aquí se encuentra, pedaleando desde Burgos, a dos jornadas de su destino en Valencia. Hoy, los dos tomamos cerveza en el bar de Puebla de Valverde, Teruel, al término de la etapa. Él, hace el camino en bicicleta; yo, a pie. Él es vasco, de Guipúzcoa; yo, he terminado por no saber de dónde soy: Asturias, Galicia, Soria… poco importa.

Lo que de veras importa, o, al menos, lo que llama mi atención sobremanera es la cantidad de información, mejor, el peso específico de esta, que uno puede llegar a compartir con un desconocido en una circunstancia determinada. Esta se dio durante la cena en el hotel el Horno. Ante una espléndida sopa de cocido, un secreto con patatas y una goxua (dulce típico de Vitoria y de la cocina vasca a base de nata montada, bizcocho emborrachado y crema pastelera caramelizada), Salva me habló de su vida como si hubiésemos vestido juntos pantalones cortos, o hecho la mili en Chafarinas.

Del gran problema síquico en la sociedad tras los meses de pandemia, y lo afectada que está la gente. Gestionaba —sus jefes han decidido cerrar la delegación en la localidad— una empresa de ambulancias en su zona, había pasado de hacer treinta servicios al año, a hacer trescientos. De viajar de Euskadi a Ourense para carrozar una ambulancia psiquiátrica, tener una docena de personas a su cargo y unos ingresos notables, a quedar desempleado y en la precariedad más absoluta. A no salir de casa en semanas por no tener dinero ni para un pote. “La vida te cambia de un día para otro, Miguel” —me dice con lágrimas en los ojos— “yo tenía la vida resuelta: separado, con dinero, los chicos mayores, estudiando bien, libertad total”. Me sorprende el calado profundo de sus confidencias, las lágrimas que perlan sus ojos cuando se refiere a sus hijos, la relación que tenía y ha pasado a tener con una mujer que lo había sido todo para él, y, en cambio, en ese momento, “es una extraña”. De los celos, la endogamia, las envidias en un pueblo pequeño como el suyo. Marcadamente abertzale, además, donde desde la infancia, adolescencia, y juventud uno crece marcado, significado, señalado, vigilado con relación a sus amistades, familia, simpatías políticas —“habrás votado a los nuestros, ¿no?”, le preguntaban tras cada convocatoria electoral—, donde dar un paso o sacar un pie fuera del tiesto, enseguida era sabido por la pequeña comunidad. Prometió a sus niños que crecerían libres del terrorismo de ETA —entiendo que era más un deseo que un fin, pues no se me ocurre cómo podría materializarlo—; “porque no sabes lo que era vivir en un lugar pequeño del País Vasco en los años ochenta, la presión a la que te veías sometido y normalizabas”, indica. Añade que, a los catorce años, de regreso del tren que tomó su hermano hacia “la mili”, un policía secreto le había metido el cañón de una pistola en la boca: “mi hermano fumaba porros, conocía a alguien que conocía a alguien que coqueteaba con ETA: como tantos en el pueblo, pero no era terrorista”.

Gordo, barbado, grandes entradas en las sienes y bolsas en los ojos; buen conversador, sentido, simpático. Le tira los tejos sin ambages a la camarera que nos atiende “¿y ese acento?”, agrega chispeante, sin cortarse, a la mujer madura que sirve nuestra mesa; “¡venezolano, mi amor!”, responde ella coqueta. De pronto, detiene su monólogo y, mirándome fijamente a los ojos, agrega “Miguel, he probado muchas drogas, no todas, pero ninguna como el amor”. Añade que, durante la gestión de un negocio de hostelería en Navarra que dio al traste por culpa de su socio—“se dormía cuajando una tortilla, estaba todo el día empastillado”—, no se le ocurrió otra cosa que liarse con la mujer de un policía nacional de ese lugar. “Estuvimos dos años viéndonos a escondidas, haciendo el amor como conejos, como dos locos a la fuga”. “¿Nunca temiste al marido?”, pregunto; “no tenía tiempo de pensar más que en ella entre mis brazos”; al final, la cosa se enfrió desde su lado, tuve que abandonar el pueblo si no quería volverme loco.

Retoma el tema de sus hijos. Lo orgulloso que se siente de los dos. De su hija, doctora en filología por una universidad madrileña; del chaval, muy unido a él en lo emocional, en lo deportivo. De la disciplina que se ha impuesto para comunicarse con ellos, hablar de todo sin tapujos, desde que eran críos. Entonces, menciona a su padre. Trabajador de la empresa siderúrgica Orbegozo, empleado a turnos dobles para sacar adelante una familia con esposa y cuatro hermanos a los que no veía, con los que nunca hablaba —“tres, cuatro veces, en la vida, Miguel; se dormía en el sofá, agotado; un buen día se murió y, santas pascuas”.

Después de una botella de vino, algún que otro chupito, y una profunda y emotiva conversación, entiendo que es hora de retirarse a descansar: no veo como levantarme a las siete de la mañana de seguir por esta vía.

Al día siguiente volveré a encontrarlo ascendiendo a pie un repecho. Cuando nuestros caminos se separan, asegura no saber si llegará o no a Castellón, no parece tener prisa. Lo que sí afirma es que hubiera preferido caminar. Lo percibo falto de cariño. Tal vez de la atención que le dispensaba aquel hermano que se marchó a la mili y, un buen día, a los treinta y dos años —“¡qué joven, Miguel!”—, atropellaron yendo en bicicleta por las afueras del pueblo.

Buena ruta, Salva. Sin prisa.

 


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