Bombas Gens: Fpaa, Fundación por amor al arte

Su propio enunciado es ya desconcertante: Fundación por amor al arte. ¿Cómo es posible? ¿Quién puede invertir o trabajar en esas circunstancias? “Seguro que hay algo oscuro, turbio, amañado; probablemente algún empresario que desea eludir al fisco”, acostumbramos a decir en este país tan poco dado a la filantropía. Honestamente, ignoro cuál es la intención subyacente de la Fundación; mejor, me dejo sorprender con agrado por lo que veo y disfruto tratando de proyectar una mirada limpia sobre lo que brindan. De entrada, un espacio enfocado a algo tan poco “productivo” como la cultura; complementado, además, con un centro que acoge a chavales desfavorecidos, o financia el estudio de la enfermedad de Wilson. Ubicado, por más señas, en una antigua zona de huertas y conventos en Marxalenes (del topónimo, marjal), alejado de los focos y fastos de la Ciudad de las Ciencias u otros lugares de interés reciente (y masivo). Pero con la suficiente cercanía al centro histórico, al barrio del Carmen, el museo de Bellas Artes o la casa museo de Mariano Benlliure resulta, más que atractivo, imprescindible. Lo primero que sorprende es su fachada art decó, en una calle donde la tónica son los edificios vecinales, anodinos (aunque en alguno viva y trabaje el gran Julio Bustamante, quien deja constancia de ello en su bellísima Valencia no s’acaba mai, del álbum Viento desatado, 2012). En el cruce de la Avenida Burjassot con la calle Reus no se alza Bombas Gens, sino que permanece como estuvo desde que se concibió: un edificio de planta baja con tres naves tras la fachada principal, un patio interior que distribuye el resto de espacios, otro posterior para el recreo y descanso de los trabajadores, y la vivienda anexa del empresario Gens a un lado. En la antigua fábrica se construían y exponían bombas para el regadío de las huertas del entorno. La empresa hubo de cerrar en el año 1991 y sus ruinas sufrieron, además, un incendio en 2014; hasta su reforma y transformación en lo que ahora es, permaneció igual que tantas industrias cercadas por la especulación inmobiliaria, como una caries descuidada en mitad de un barrio vecinal. Cuando visito el centro sus tres naves exponen la muestra fotográfica del artista japonés Shigero Onishi, algunos trabajos realizados por los alumnos de la Escuela de Bellas Artes, y una colección de fotografías de flores y plantas con detalle y colorido exquisitos: Botánicas. No puedo decir que me conmoviese la obra del japonés. Sí, los trabajos “impresos” en tres dimensiones de los alumnos de Bellas Artes: adelantan un futuro que no acertamos siquiera a imaginar. Respecto a las fotografías de Botánicas —más realistas que la misma realidadme sentí como una abeja que, a punto de extinguirse, libase entre las flores del paraíso, tal es la delicadeza y detalle de cada fotografía.

Sin embargo, lo que más me conmovió fue la Fundación misma. La idea bizarra de recuperar un entorno industrial como espacio para la cultura en tiempos tan prosaicos y especulativos me ganó desde que supe de su existencia escuchando un programa —Efecto Doppler— de Radio 3. Una vez en la ciudad me faltó tiempo para acercarme a conocerlo. Todo en él rezuma buen gusto, sana intención, compromiso con la realidad y, como indica su denominación, amor por el arte. La apuesta misma por poner otra vez en pie las naves, tal como las concibieron Carlos Gens y su socio Rafael Dalli al crear la firma GEYDA, ya es una declaración de intenciones. Los nuevos propietarios podrían haber usado la superficie para construir viviendas —sanear esa zona careada que había quedado en el distrito por la superficie calcinada de la antigua fábrica—, nadie se hubiese alarmado, es más, quizá hubiesen aplaudido el gesto uniformizador; por contra, optaron por devolver a la vida y dotar nuevamente de dignidad al edificio con un planteamiento distinto: el de espacio artístico, de restauración —cuenta también con el restaurante del cocinero Ricard Camarena en lo que fue la vivienda de Gens y su familia—, centro de acogida para chavales desfavorecidos, e investigación en enfermedades raras. Parece que no todo esté perdido, y que en ocasiones se aúnen el amor, buen gusto y altruismo: las válvulas industriales y las bombas hidráulicas han dejado paso, arrinconadas por el progreso y los nuevos ingenios para el regadío, a un espacio diáfano y amplio que alberga obras de arte. Otra forma de regar, salvo que conciencias en vez de campos.

La fábrica no llegó a ser bombardeada durante la guerra civil. En cualquier caso, sus propietarios hicieron excavar un refugio para los trabajadores bajo el subsuelo de esta. Permanecer unos minutos en su claustrofóbico interior, aun iluminado y poco concurrido, da una idea, siquiera lejana, de lo angustioso que hubo de ser estar dentro durante los siniestros bombardeos a la ciudad. Ayuda a empatizar, aunque no sea más que en la distancia física y mental, con el sufrimiento de quienes padecen esa situación en la guerra que enfrenta a Ucrania y Rusia estos días.

Por tomar aire de nuevo, la visita finaliza en el espacio más bello —en mi opinión— de todo el conjunto: el hermoso jardín mediterráneo de su patio posterior. Sobre un suelo de ladrillos de barro cocido se han dispuesto áreas donde crecen plantas ornamentales y árboles propios de la región: granados, plátanos, olivos, palmeras, cipreses; jazmines, helechos, boinas de vasco, hiedras, trepadoras, aromáticas. Una delicia sensual que completa emociones visuales, olfativas y táctiles con sonoridades. En una zona del jardín, la escultura de Cristina Iglesias, A través, ofrece una alegoría en forja de bronce que permite “ver” las raíces del terreno y el agua que discurre debajo, aportando la nota sonora al lugar. Testimonio vivo de que, en ese paraje donde ahora se levantan edificios, hubo antes huertos, agua que discurría bajo el suelo que pisamos y motivó, gracias al ingenio de sus impulsores, el centro donde nos encontramos, pero renacido bajo un nuevo concepto. Por completar el goce de los sentidos, uno puede disfrutar de un vermú mientras escucha el rumor del agua y se deja seducir por ese embeleso. No concibo plan mejor para una mañana dominical.

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