Tramo 4, Etapa 12, Camino del Cid, La ciudad soñada: El Puig-Valencia
Entre Museros y Albalat, en mitad de la huerta, se construyen oficinas de Mercadona. Por sus dimensiones podrían ser “centrales”, aunque ignoro cuantas de estas tendrá el poderoso empresario de la alimentación repartidas por toda la península para denominarlas de ese modo. Es toda una declaración de intenciones edificarlas en ese lugar —Juan Roig bien podría levantar una torre tan fálica o más que las que crecen al norte de Madrid—: al pie de cebolletas y cardos cultivados con esmero, donde aún se ven acequias y grandes llaves que dan paso al agua que los inunda: “abrir, derecha; cerrar, izquierda”, figura escrito en las ruedas que las operan.
En Massalfassar, algunos balcones lucen pancartas con alcachofas pintadas en forma de corazón, atravesadas por una flecha sangrante; un texto reza bajo ellas: “la huerta es vida”. En Museros animan a pasear o hacer ejercicio al lado de estas. Parece que lo que dicte el sentido común, pero este, como casi siempre, no lo es tanto. Se cultivan en dimensiones industriales con rumbo al mercado central de Valencia o la exportación. Me asombro al ver que alguna de ellas, de tamaño y usos más humanos, resiste junto a los ciclópeos cultivos comerciales. Se levantan bajo tendejones precarios y vallados de caña; sombrajos de rafia, espantapájaros hechos con cedés; calderos o envases diversos para llevar el agua hasta los sembrados de garrofó, acelgas, verduras de invierno; algunas tienen, a pesar del aspecto caótico que las conforma, chapas de alarma indicando que esas compañías velan por sus cultivos y aperos.
Entrando en la urbe desde Alboraya dirección Cabanyal —de nuevo el romanticismo guia mis pasos hacia el antiguo barrio marinero, también productor de caña de azúcar (Cañamelar), en la parte más cercana al mar, la que resiste como puede los embates de la especulación y la gentrificación—, atravieso las instalaciones de la Universidad Complutense de Valencia. Me maravilla la cantidad de talento que puedan albergar esas modernísimas paredes de acero y hormigón en una sucesión de edificios que ofertan estudios punteros — biotecnologías o inteligencia artificial con apellidos desconocidos para mí— junto a enseñanzas tradicionales. Esta tarde de final de octubre los jóvenes abandonan bulliciosos el campus ante la perspectiva de un largo puente festivo: se celebra Halloween, el Día de Todos los Santos pasó a mejor vida hace tiempo, aunque en un cementerio cercano a los cultivos, gente de edad provecta se acerque a sus seres queridos como antaño: con mochos de fregona, estropajos y ramos de flores. También los comercios chinos, siempre atentos a nuestras necesidades, ofrecen ramos variados de flores de trapo o plástico.
Sigo, como todo bicho caminante, las indicaciones del navegador que conduce mis pasos hacia el hotel Sol y Playa. Adecuado nombre para el único alojamiento que he conseguido reservar en toda la ciudad (los recepcionistas del resto, en la misma calle, esbozan una sonrisa satisfecha e indican “está todo ocupado, lo siento”; o verbalizan un precio astronómico, disuasorio, sin mover una pestaña al decirlo). Parece que los hados se hayan conjurado para que “toda Europa se encuentre aquí este fin de semana: la media maratón o la maratón completa, el triatlón, el buen tiempo, el puente, los vuelos baratos, los cruceros… ya no hay temporada alta o baja”, se queja el recepcionista parlanchín que me acoge “solo por esta noche”, dispuesto y servicial por ayudarme a encontrar alojamiento las restantes.
Celebro la llegada a “La ciudad soñada” en La Cabanyita, precioso restaurante gestionado por mujeres en una de las tradicionales casas de planta baja del barrio. Lejos del bullicio turístico del paseo de la Malvarrosa —patatas bravas, sardinas ahumadas y tiramisú—, en un entorno que combina lo hogareño de su decoración, con lo cosmopolita de su clientela: aquí, junto al valenciano y castellano, se escuchan desde las mesas próximas dos o tres idiomas europeos. Cenando a solas, mientras observo a la parroquia, tengo un pensamiento homenaje para Rafael Chirbes: cuántas veces no haría lo mismo para la revista Sobremesa en restaurantes de todo el continente.
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