Tramo 4, Etapa 12, Camino del Cid, La ciudad soñada: El Puig-Valencia

En un deseo absurdo de abandonar la Vía Verde-Camino del Cid que conduce a Valencia, me desvío de esta y continuo por la antigua Vía Augusta, que también lo hace. No sé qué espero encontrar, tal vez cuadrigas recorriéndola impetuosas, viejos soldados romanos ganadores del derecho a la propiedad de la tierra tras participar en largas campañas por agrandar el Imperio, que labran ahora en túnica o faldellín. No hay nada de eso. Sí, en cambio, vías asfaltadas junto a huertas feraces donde se cultivan el cardo o la cebolleta; las coles o las espinacas entre campos de naranjos —menos, a medida que me acerco a Valencia—; algún cultivo de granados o caquis. En uno de estos últimos, un amable anciano, entusiasta del ciclismo, se sorprende al verme caminar cargado; se interesa por la ruta que recorro y conocer que vengo desde Teruel. Me alienta a que me haga con una bicicleta e indica, incluso, la dirección exacta donde puedo adquirirla a buen precio; también regala un plano de los carriles bici de la ciudad y su entorno, quizá por apoyar su argumentario. Él mismo se lamenta de no haber descubierto antes este medio fabuloso que le aporta libertad y permite hacer “el ejercicio más completo y saludable, según los médicos”; asimismo, alejarse de casa, me temo, aunque sea por unas horas. Antes de despedirse me anima a tomar unos caquis que languidecen estragados en un cultivo cercano. El campo está abandonado, pero los frutos, maduros y abundantes, se abren sin nadie que los atienda o recoja. “Yo me he tomado seis”, asegura. Sigo su consejo y hago el almuerzo a pie de árbol, de postre me tomaré “solo” cuatro de estos. Son los más dulces y jugosos que he probado nunca; cálidos como el sol que alumbra esta mañana mi llegada a los pueblos que rodean la ciudad medieval, arrabal en tiempos pretéritos, y fin del recorrido de esta etapa del camino ampulosamente denominada, “La ciudad soñada”. Museros, Alboraya, Massalfassar (léase masalfasá), nombres de resonancia árabe más que romana, todas han quedado sepultadas por siglos de vida e historia a referencias contemporáneas.

Entre Museros y Albalat, en mitad de la huerta, se construyen oficinas de Mercadona. Por sus dimensiones podrían ser “centrales”, aunque ignoro cuantas de estas tendrá el poderoso empresario de la alimentación repartidas por toda la península para denominarlas de ese modo. Es toda una declaración de intenciones edificarlas en ese lugar —Juan Roig bien podría levantar una torre tan fálica o más que las que crecen al norte de Madrid—: al pie de cebolletas y cardos cultivados con esmero, donde aún se ven acequias y grandes llaves que dan paso al agua que los inunda: “abrir, derecha; cerrar, izquierda”, figura escrito en las ruedas que las operan.

En Massalfassar, algunos balcones lucen pancartas con alcachofas pintadas en forma de corazón, atravesadas por una flecha sangrante; un texto reza bajo ellas: “la huerta es vida”. En Museros animan a pasear o hacer ejercicio al lado de estas. Parece que lo que dicte el sentido común, pero este, como casi siempre, no lo es tanto. Se cultivan en dimensiones industriales con rumbo al mercado central de Valencia o la exportación. Me asombro al ver que alguna de ellas, de tamaño y usos más humanos, resiste junto a los ciclópeos cultivos comerciales. Se levantan bajo tendejones precarios y vallados de caña; sombrajos de rafia, espantapájaros hechos con cedés; calderos o envases diversos para llevar el agua hasta los sembrados de garrofó, acelgas, verduras de invierno; algunas tienen, a pesar del aspecto caótico que las conforma, chapas de alarma indicando que esas compañías velan por sus cultivos y aperos.

Entrando en la urbe desde Alboraya dirección Cabanyal —de nuevo el romanticismo guia mis pasos hacia el antiguo barrio marinero, también productor de caña de azúcar (Cañamelar), en la parte más cercana al mar, la que resiste como puede los embates de la especulación y la gentrificación—, atravieso las instalaciones de la Universidad Complutense de Valencia. Me maravilla la cantidad de talento que puedan albergar esas modernísimas paredes de acero y hormigón en una sucesión de edificios que ofertan estudios punteros — biotecnologías o inteligencia artificial con apellidos desconocidos para mí— junto a enseñanzas tradicionales. Esta tarde de final de octubre los jóvenes abandonan bulliciosos el campus ante la perspectiva de un largo puente festivo: se celebra Halloween, el Día de Todos los Santos pasó a mejor vida hace tiempo, aunque en un cementerio cercano a los cultivos, gente de edad provecta se acerque a sus seres queridos como antaño: con mochos de fregona, estropajos y ramos de flores. También los comercios chinos, siempre atentos a nuestras necesidades, ofrecen ramos variados de flores de trapo o plástico.

Sigo, como todo bicho caminante, las indicaciones del navegador que conduce mis pasos hacia el hotel Sol y Playa. Adecuado nombre para el único alojamiento que he conseguido reservar en toda la ciudad (los recepcionistas del resto, en la misma calle, esbozan una sonrisa satisfecha e indican “está todo ocupado, lo siento”; o verbalizan un precio astronómico, disuasorio, sin mover una pestaña al decirlo). Parece que los hados se hayan conjurado para que “toda Europa se encuentre aquí este fin de semana: la media maratón o la maratón completa, el triatlón, el buen tiempo, el puente, los vuelos baratos, los cruceros… ya no hay temporada alta o baja”, se queja el recepcionista parlanchín que me acoge “solo por esta noche”, dispuesto y servicial por ayudarme a encontrar alojamiento las restantes.

Celebro la llegada a “La ciudad soñada” en La Cabanyita, precioso restaurante gestionado por mujeres en una de las tradicionales casas de planta baja del barrio. Lejos del bullicio turístico del paseo de la Malvarrosa —patatas bravas, sardinas ahumadas y tiramisú—, en un entorno que combina lo hogareño de su decoración, con lo cosmopolita de su clientela: aquí, junto al valenciano y castellano, se escuchan desde las mesas próximas dos o tres idiomas europeos. Cenando a solas, mientras observo a la parroquia, tengo un pensamiento homenaje para Rafael Chirbes: cuántas veces no haría lo mismo para la revista Sobremesa en restaurantes de todo el continente.

 

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