El otro Tom

El otro Tom crea desasosiego desde la primera escena: en realidad no se sabe si es chico o chica, es entonces cuando uno cree que el relato se va a centrar en la cuestión transexual, no es así. La razón es que Tom, un niño de nueve años, con rasgos y pelo de mujer, e incluso pequeños pechos acordes con su edad, bien podría ser una chica a juzgar por su aspecto, aunque en la narración se lo trate como varón: así lo aceptamos. 

Pero, la cuestión principal es el trato que dan las sociedades “avanzadas”, privilegiadas, sin duda, donde los niños tienen la posibilidad de contar con ayuda social —psicológica, psiquiátrica, o ambas— frente a cualquier aspecto “anómalo” de su comportamiento. La “discutible” anomalía que presenta Tom es una dependencia enfermiza de una madre soltera que pasa demasiado tiempo fuera de casa por razones laborales. Es hasta cierto punto comprensible que el chico desarrolle —o tal vez padezca ya en virtud de su herencia genética— episodios de hiperactividad. Lo cierto es que el chaval da muestras de un comportamiento inquieto, desobediente, caprichoso, egocéntrico y, en muchos momentos, francamente insoportable: él mismo se define ante los médicos y cuidadores como “un grano en el culo”. Su madre, ciertamente, no ayuda. Demuestra sentimientos de culpabilidad al no pasar todo su tiempo junto al muchacho; la ausencia del padre, la necesidad de satisfacer sus carencias sexuales en encuentros esporádicos con parejas de fortuna, o el amor malentendido hacia el crío al tratar de compensarlo con caprichos, podrían justificar de algún modo la actitud de este. 

Sabido lo cual los Servicios Sociales actúan, pues esa misma actitud es la que demuestra Tom también en el aula. Un colegio de barrio en una comunidad latina donde, aun con carencias, no se aprecian ni delincuencia ni violencia; el profesorado es multilingüe y atento a las necesidades de sus alumnos, e incluso estimula las capacidades innatas de los chicos —ocurre con Tom y sus habilidades para el dibujo— cuando las aprecian. Disponen de consejos en los que se evalúa a los niños de manera independiente y se coordinan con los servicios médicos y sociales de la comunidad. 

Tal ocurre en un barrio de viviendas prefabricadas. Donde podríamos entrever miseria, precariedad (a menudo se nos muestra así en estas comunidades en Norteamérica), violencia, drogas, alcoholismo, disturbios raciales, etcétera, nada de eso se aprecia: la pequeña sociedad de caravanas parece bien estructurada y cohesionada, incluso con vecinos de mayor poder adquisitivo con los que comparten centro educativo. 

Por tanto, si la educación funciona, el entorno funciona y la progenitora, aun con sus carencias —como tantas otras, por otra parte, aunque capaz de procurarle al chico cariño, alimento, abrigo y educación— parece funcionar, ¿cuál es entonces el conflicto? A mi entender que, efectivamente, presente un problema de TDAH. Para lo cual se le valora, discute su caso y, consecuentemente, medica. Ningún problema en principio. Salvo cuando la madre entra en contacto con otros padres de la comunidad educativa y le inducen la sospecha de que, tal vez, la medicación que su hijo recibe no sea necesaria, que pueda estar sobre medicado. Sin ningún estudio médico, evaluación formal, o informe en sentido contrario, se suspende el tratamiento del chico de manera unilateral. Los servicios sociales peritan de nuevo su caso —vivienda, ingresos, alimentación, educación— y concluyen que un campamento juvenil en otro Estado tal vez ayude. Acuden a él con muchas reservas por parte del chaval, y a la postre termina por encontrarse bien y ser, para su sorpresa, atendido, recibido e integrado. Incluso así, optan por huir sin argumento concluyente, para dirigirse a la frontera del país y visitar al padre, y satisfacer, de nuevo, al niño.

En ningún momento esta mujer y su hijo son dejados de la mano de un sistema público que vela por su bienestar con los medios a su alcance; estos parecen suficientes, profesionales, motivados y ponderados. Bien es cierto que supeditan su aplicación a la ayuda económica estatal que la mujer recibe: de rechazarlos, le será retirada dicha ayuda. Cosa que ocurre, para disgusto de la mujer y empoderamiento del chiquillo —cuyo único afán es reunirse con su padre del lado mexicano de la frontera; padre ausente, infantil, y más preocupado por el surf y el skateboard que por el bienestar de su criatura; aunque buena persona, incapaz de asumir la responsabilidad de pasar la pensión de manutención a la madre u ocuparse de la educación del hijo—. Mejor acudir al parque acuático y vivir la jornada bajo el sol y las olas artificiales, en compañía de la nueva pareja de él, quien presta, además de armonía familiar, un bikini a la mamá que “le está de maravilla”. ¿Quién necesita más que un poco de sol y buena compañía? El chico por fin parece estar a gusto, al menos durante los cuatro días que estará ausente de su trabajo.

Qué quieren que les diga: por una vez, y sin que sirva de precedente, yo voy del Sistema.


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