El cuarto pasajero, o atascados en el atasco

El cuarto pasajero, la última película de Alex de la Iglesia, aun cuando cuenta con un reparto de actores excelente —salvo Rubén Cortada en el papel de Sergio, quien se limita a aportar su incontestable belleza y hacer lo que puede con su texto— y un guion truculento, se atasca de manera estrepitosa en su pastoso final. Lo que hasta la última media hora iba razonablemente bien —una comedia de enredo donde los personajes tratan de arrancar carcajadas al espectador a base de gags delirantes e impredecibles—, se transforma en una disparatada sucesión de persecuciones en un embotellamiento monumental a la entrada de Madrid. Durante este, director y guionista intentan cerrar la totalidad de los planteamientos iniciales con los intérpretes apareciendo entre los vehículos, colándose en el interior de estos, saltando sobre ellos, o conduciendo a la fuga en un juego del gato y el ratón inverosímil (no se sostiene ni en la ficción, lo peor que puede ocurrirle). A saber, tratan de desanudarse en las últimas secuencias: la historia de amor entre dos de sus protagonistas (Blanca Suárez y Alberto San Juan); la patética situación laboral de uno de ellos (Alberto San Juan) —sin empleo, a pesar llevar una doble vida, fingida y ostentosa como alto directivo en una empresa tecnológica—; el presente embaucador, y cantamañanas —a este se le ve venir desde el inicio—, de un narcotraficante chanchullero (lo mejor, Ernesto Alterio); un desaprovechado, casi convidado de piedra, Carlos Areces en el papel de socio estafado del narco. Blanca Suárez, en el papel de Lorena, que entra y sale de la historia como el resto, tratando de salvar los muebles de una película que hubiera resultado más divertida si los personajes supiesen a donde ir y no mostrasen tal desconcierto. 

Asistimos al galimatías afectivo entre los personajes de Alberto y Blanca. Salimos de Bilbao con destino Madrid como cada semana desde hace varias, con la pareja envuelta en una relación que no acaba de cuajar hacia el compromiso. En una muestra de BlaBlaCar con coche de lujo, se suben al vehículo los demás personajes: un bello neo jipi que trata de seducir a la chica, y un simpático vivales —por un ratito— de profesión, “conseguidor”. A partir de aquí, líos de autopista con guardia civil afectuosa —en ocasiones— e incitantes imágenes de la bodega y hotel Marqués de Riscal (Frank Ghery, Elciego) a precios de infarto: por si algún espectador dispone de una economía saneada para llevar a la churri (churro, churre) esta Navidad. Es de suponer que a la producción ya le habrá dejado un buen pico: de otro modo no se sabe que hacen allí, para lo que cuentan bien podían haberse perpetrado esas escenas en una pensión de medio pelo. 

Como colofón, Madrid. El atasco, las persecuciones, los diálogos esperpénticos —almodovarianos por lo “naturales” entre desconocidos— como si tal cosa, la brusca aparición de Areces dispuesto a emprender una balasera, y un final accidentado, con el fálico perfil urbano madrileño como telón de fondo. 

Lo mejor, Ernesto Alterio y su fascinación por la ELO (pronúnciese, ilou), soberbio.

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