Tramo 4, Camino del Cid, La ciudad soñada: Prem Sambhavo

Cuando trato de escribir acerca de Prem Shambhavo doy con la evidencia de que poco es lo que puedo contar, salvo la emoción de haber conocido a una persona extraordinaria en un entorno similar: El molino de Olba, donde reside y oferta sus talleres, retiros tántricos, o de silencio, un remanso de paz junto al río Mijares, en el precioso valle de Olba. Llegué de noche, después de haber descendido el bosque desde el Alto de la Jipé, atravesado pinares, y pisado Rolling Stones que nada tienen que ver con el rock; a oscuras y rogando a los gnomos para no retorcer un tobillo: hubiera sido catastrófico. Después de cruzar el pueblo solitario di por fin con la senda que conduce al molino. Entre cañaverales rumorosos y aroma perfumado de higueras, después de recorrer trescientos metros que parecieron mil, alcancé la casa. Prem me esperaba en pijama y zapatillas, en absoluto alarmado, confiado, tranquilo —tal parecía su naturaleza habitual—. Con gesto y palabras serenas me indicó donde asearme y facilitó ropa de cama: sábanas y edredón que había de colocar yo mismo en cualquiera de las literas de los dos cuartos de invitados. Estaba solo. Después de una ducha reconfortante, así lo hice. Una vez en el salón comedor, mientras atendía su negocio al ordenador portátil y yo daba buena cuenta del bocadillo que llevaba, me asaltó una extraña sensación, pues, o es hombre de pocas palabras, o las dosifica de manera tal que no se ve obligado a expresarlas para llenar el ambiente. Tanto la cena como su trabajo permanecieron en un silencio tenso (según mi criterio y falta de recursos) que no interrumpían siquiera los inexistentes ruidos del exterior. Tuve la impresión de que no deseaba ser cortés, sino acogedor. Desde luego, lo fue. Cuando le pareció apropiado se retiró a descansar invitándome a hacer lo mismo o quedarme en el salón, “a tu elección, las luces se apagan aquí”. Y se retiró entre sonoros bostezos.

Al día siguiente, en el desayuno, tras haberme dejado dormir más de lo indicado por mí la noche anterior, me recibió cordial y ofreció café, mermelada de saúco, mantequilla, queso y pan. Un desayuno espléndido, natural. Más conversador en esta ocasión, hablamos de la energía. Por mi parte, orientaba esta a las manifestaciones que había ido apreciando en el terreno por el que caminaba: torres eólicas, paneles solares; las electrolineras que pretende instalarnos ese mago de las finanzas y el absurdo llamado Elon Musk … Él, en cambio, arrimó oportunamente el ascua a su sardina y se fue por las interiores, las que nos estimulan o paralizan según estemos o no familiarizados con su gestión. Es a lo que se dedica en su casa. Recibe grupos, parejas, viajeros, familias, y trabaja aspectos como la meditación, el cuidado o la escucha; también el silencio. Si no entendí mal, una vez hemos dejamos a un lado móviles, redes sociales, estimulantes, etcétera; si buscamos el silencio y aprendemos a trabajarlo, podemos llegar a disfrutarlo: reconectar con nuestro yo más íntimo y estar en condiciones de crecer interiormente. Ignorante, mostré mis reservas: “¿un día entero sin hablar?”. “Y hasta cuatro o seis” —sonrío— “demasiado a menudo lo que decimos es mucho menos importante de lo que pensamos”. Me quedó claro que estarse callado es un aprendizaje más, aunque nos violenta sobremanera cuando no estamos acostumbrados a ejercerlo. No tendría tiempo en esa ocasión, pero la respuesta quedó golpeando mi cabeza hasta hoy en que escribo sobre ello, ¿Por qué no? ¿Quién sabe lo que podemos estar perdiéndonos al tratar de atender los reclamos histéricos de esta sociedad cada vez más desquiciada?

Visitando después la huerta que trabaja durante el año entero —descalzo en verano, “para sentir el calor de la tierra bajo los pies”—. Comprobando cómo transforma el agua que le rodea en alimento saludable, no tuve la impresión de estar ante un “colgado” que ejerce de santón en un valle apartado de Teruel. Es más, me pregunté si acaso no lo sería yo. Por su lado, en las cada vez más escasas ocasiones en que “baja” a Valencia, percibe a la gente hosca, cabreada, triste, comida por los nervios y el estrés. Me indica que, al contrario de lo que ocurre en otros lugares, la despoblación no afecta a Olba: “muchas familias eligen el valle para educar a sus hijos en valores antes que en conocimientos”. Tal vez por ahí vaya la senda. “¿Nos estaremos dejando el futuro atrás con todo este vértigo?”, me digo.








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