As bestas, una crónica de la Mafia


He necesitado doscientas cincuenta páginas de Crónicas de la Mafia y algunas docenas de películas del género, para tratar de comprender un fenómeno tan siniestro y turbador como la violencia ejercida desde el ámbito local, vecinal. El libro que el periodista y escritor, Íñigo Domínguez, dedica a esta organización criminal —después de haber leído todo lo publicado sobre ella, visto infinidad de películas, y dedicado muchas horas como corresponsal en Italia—, es capaz de acercarnos de manera erudita al fenómeno. Siempre incompleto, dado que las raíces de esta hidra son tantas y tan profundas, tan diversas e interconectadas con el poder y sus manejos, tan persistentes en el tiempo, que resulta una labor titánica tratar de abordarla siquiera en parte. El propio Domínguez renuncia a ello al acotar su monumental trabajo a la Mafia siciliana —tanto en la propia isla, como en su asentamiento en Norteamérica—. Mafia, término que da nombre al resto por extensión —napolitana o camorra, Ndrangheta o calabresa, japonesa, rusa, etcétera—, aunque, a pesar del trabajo encomiable del periodista, resulte un absoluto galimatías tratar de entender su complejo entramado.

Quiso la causalidad o la suerte que la finalización de la lectura del libro (Editorial, Libros del K.O., 2014) coincidiese, en mi caso, con el visionado de la película As bestas, Rodrigo Sorogoyen, 2022. Explico el vínculo.

Con ser muchas las referencias cinematográficas que cualquier aficionado al género mafioso pueda conocer, no es fácil llegar a la proximidad y hondura con que lo hacen el director, Rodrigo Sorogoyen, y su guionista asociada, Isabel Peña. Una pareja de largo recorrido creativo que en As bestas, consigue recrear la desasosegante —más terrible por cercana— presencia de la violencia en relación con el fenómeno del que nos habla Domínguez. La que se ejerce de manera impune en un entorno pequeño y apartado; o es disculpada por una autoridad cuya obligación es cortarla de raíz; o se blanquea, en el seno de una pequeña comunidad cobarde que cree comprender las motivaciones de quien la ejerce y mira hacia otro lado.


Son muchos los temas que guionista y director abordan en esta historia de asentamiento en una aldea de la Galicia profunda: la búsqueda del paraíso rural, los derechos de propiedad sobre el territorio, la incultura cerril; “el-extranjero-que-viene-a-enseñarnos cómo-vivir-en-nuestro-pueblo”, el conflicto materno filial, la ecología, el amor. Todo engarzado con mano sutil, puesto en escena por apenas seis actores profesionales y otros tantos que no lo son. El entorno cercano, reconocible, de inmediato asimilado por el espectador: una aldea de montaña en el Bierzo (León), tan válido como cualquier Corleone al uso cuando de lo que se trata es de ilustrar la asfixia que provoca el atropello, la crueldad, la inmoralidad, la violencia de dos vecinos al servicio de unos intereses que se arrogan los del resto.

Sin necesidad de persecuciones, disparos, navajazos, bombazos, juicios o lugares comunes a una temática abordada desde tantos ángulos en el cine, Peña y Sorogoyen, muestran la esencia de la asfixia practicada a diario. Se sirven como alegoría de los caballos que dan título al film y aparecen al inicio de este, una rapa das bestas —corte de crines y saneamiento de los potros salvajes que tiene lugar cada año en los montes gallegos— de enorme plasticidad visual, donde el sometimiento del animal “se hace necesario” si se desea que viva en libertad.

Del mismo modo, se trata de reducir –desbravar, afeitar, rapar– a los protagonistas de esta historia: un profesor francés retirado que, junto a su esposa, trata de sacar adelante una granja con procedimientos respetuosos con el medio ambiente, unas viviendas turísticas en una apartada comunidad. El conflicto principal —se abordan varios— surge cuando este matrimonio se opone a la instalación de un parque eólico en el lugar. Hacerlo supondría un beneficio inmediato para unos vecinos que ven su entorno despoblado, envejecido, deprimido. Comienza entonces la extorsión para tratar de torcerles el pulso e imponer la voluntad de dos de ellos. Recurren primero a la violencia verbal —contenida, comedida, dolorosamente incisiva, despiadada—, a la física, más tarde, cuando el “extranjero” intenta hacer valer sus derechos y se opone al chantaje. Debe hacer frente. El relato deja claro que, llegado un momento, de nada sirve ser razonable: hay que tomar cartas en el asunto, plantar cara a la violencia. Y ahí se halla, en mi opinión, el punto de inflexión del conflicto: el que aboca a una persona a transformarse, dejar a un lado su actitud pacífica, conciliadora para tratar de defender su modo de vida.

La película es extraordinaria porque huye de lo previsible: no todos los vecinos son iguales, están cortados por el mismo patrón: hay quienes los acogen con generosidad, valoran su esfuerzo, su iniciativa, son tolerantes. Tampoco la vida del matrimonio se muestra ideal: luchan duro por cada euro, se enfrentan con coraje al territorio, a la climatología adversa, a la falta de medios; tienen una hija en Francia, un nieto; los añoran, pero se decantan por su elección, su apuesta.

Los hermanos Anta, violentos extorsionadores en la ficción –interpretados por los actores Luis Zahera y Diego Anido, inmensos en sus papeles–, dan vida a dos tarugos con una gama de matices tal, que por su credibilidad y terroríficas trazas, nadie querría encontrárselos en una “leira” —camino rural en Galicia— bajo ninguna circunstancia. Mucho menos en el bar, frente a docenas de botellas de cerveza en torno a ellos: borrachos, crecidos, en su medio. Lugar donde el francés acude con regularidad, por tratar de socializar, de no esconderse, de integrarse. Perfectos también Marina Föis y Denis Ménochet representando a esa pareja de guiris que lucha por conformar su sueño, se enfrenta a la burricie local, mafiosa de los Anta con determinación e inteligencia.

Un privilegio añadido, disfrutar de la proyección en versión original: por el gusto evidente de las voces de los actores; por los matices de ironía peligrosa que imprime la lengua gallega. Ironía, se traduce en este idioma como retranca, aunque la palabra se asocia a menudo con la diversión, con el humor inteligente. Aquí es sarcasmo, filo peligroso, inquietante, vitriolo en las interpretaciones de Zahera y Anido. Hasta que se produce la fatalidad. La rapa.

El grupo de personas que compartimos sala el pasado sábado en Vigo, comprendíamos perfectamente los giros de esa lengua. Pero maldita la gracia. La sonrisa asomaba a los labios con agria sonrisa cómplice, sabedores del riesgo que acechaba al personaje del francés –la besta –. El baile expresivo que Zahera y Anido muestran, cual lobos que arrinconan a un cordero en el bosque, se presiente desde la primera escena, aunque se usa con contención hasta el desenlace. Y aún persiste después de este. Mejor aún, te lo llevas a casa como espectador; tal vez al pueblo, cuando regreses como visitante.

Mafia cercana, doméstica, brutal.

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