Tramo 2, Etapa 9, Camino del Cid, tierras de frontera: Santa María de Huerta-Ariza
En la portería del monasterio estrecho la mano de los compañeros
valencianos con un cálido ¡Amunt Valencia! El fútbol, a mi pesar, supera todas
las barreras. Continúo camino en campo abierto dejando atrás Santa María
después de deambular incierto por sus calles -el plano es poco preciso y
no hay gente a quien preguntar a las diez de la mañana-. Tal vez no haya tomado
el camino correcto una vez más, pero como el que llevo discurre a la vera del
río Jalón y es muy practicable, no me inquieta. Disfruto como un niño caminando
junto a la ribera, aspirando profundamente el olor de las hojas muertas de los
chopos -me alegro de haber dejado el tabaco, por enésima vez- entre campos de
girasoles aún por recoger y el rumor del agua fluyendo ruidosa hacia el Ebro.
Llueve un poquito. Al llegar a un vado bajo la vía del tren
comienza a llover de verdad, es un lugar perfecto para
colocarse el traje de agua y la capa y proseguir hasta Granja de San Pedro, que
atravieso en el silencio de sus casas de adobe desmochadas. Desde la carretera
contemplo ahora la vega antes cubierta de ansareras -lugar donde se crían,
criaban, ánsares o aves palmípedas- citadas en el Cantar (vv. 2657 y 2689). Hoy
lo que queda de ellas delimita campos de labor y sembrados, las aves hace
tiempo que se han ido buscando lugares más apacibles. En Monreal de Ariza trato
de resguardarme de la lluvia y comer algo, pero tengo la sensación de que el
pueblo carece de bar. Para mi fortuna no es así, a la entrada del pueblo un
señor con funda de trabajo -es domingo- guarda aperos en un bajo y me acompaña
hasta el bar. Le digo de dónde vengo, que hago por los campos lloviendo y
cargado. Me cuenta que, "a veces pasa gente en bicicleta. Caminando, nunca.
Esto es el desierto. Esto se extinte (sic)"; me deja en el bar
que hay bajo el ayuntamiento, donde acude a jugar la partida. Pido algo de
comer y me ponen los peores calamares congelados del mundo junto a unas patatas
bravas - ¡patatas fritas con tomate y mayonesa! - que no pican, mientras veo en
la tele a Jorge Lorenzo despedirse de las Carreras en Valencia. Marc Márquez ha
vuelto a ganar. Su hermano lo ha hecho en la categoría inferior. El éxito y el
fracaso son caprichosos.
Franqueo el río por lo que antaño debió de ser la entrada principal de
Ariza, a través de un puente "romano" y un paseo entre álamos tristes
junto a la residencia de ancianos. Es una tarde desapacible y gris que invita a
llegar a casa, cualquiera que esta sea, y darse una buena ducha caliente. Mas tarde saldré a callejear por el pueblo; es ya de noche y en las calles
desiertas un olor peculiar llama mi atención. Tardo en caer en la cuenta de que
huele a, carbón. Quemado en las estufas como fuente de calor, hacía años que
no lo olía, pero estamos en un pueblo ferroviario y, aunque venido a menos,
algunas materias primas aún persisten en sus usos. Paseo junto a la iglesia de
San Pedro, sin techumbre, desamparada en el frío de la noche de noviembre. Paso junto al bar Estudio 54 - ¿cuántos habrá en el mundo? - hasta llegar a un arco
de medio punto que conduce a una gran rambla extramuros. Por allí desagua hacia
el Jalón el agua que los barrancos no son capaces de retener en las
torrenteras. Hace frío y busco refugio en el único bar abierto del pueblo. Son
poco más de las diez de la noche. Ya están recogiendo cuando pido una cerveza
al propietario que dispone ante mí platos y tazas para los desayunos de mañana;
la señora barre el suelo atestado de papeles y cáscaras de cacahuete. Me
pregunta si he venido con el camión, para el reparto de mañana, respondo que estoy en la casa Renieblas, bajo el castillo -no queda de él más
que el nombre y un cristo estilo "Corcovado"- haciendo el Camino del
Cid. No le interesa el Camino, pero sí la casa: "¡pues le va bien a ese
chico, siempre la tiene llena. Yo no la conozco!". Y por qué iba a conocerla, pienso. Paso a describirle
la casa brevemente a la señora, que ya ha dejado de barrer.
Saliendo del bar escucho la campana del paso a nivel sonando
insistentemente. Apenas me separan unos cientos de metros, así que me acerco.
Espero unos minutos y en la distancia aparece el foco del tren horadando la
noche. Pasará a mi lado el estruendo de docenas de vagones de mercancías hasta perderse
en la oscuridad el foco rojo de cola y extinguirse el tintineo de la campana. Poco después se levanta la barrera automática. No sé cómo se verá el lugar desde
la cabina del maquinista, desde el andén es terriblemente triste.
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