Tramo 2, Etapa 4, Camino del Cid, tierras de frontera: Aragosa-Sigüenza

Caminar tras la puesta de sol por Sigüenza, en noviembre, se hace sólo por necesidad u obligación. El viento estepario que se filtra por sus calles y arcos no invita al paseo. A pesar de la noche punteada de estrellas y una luna opalina que comienza a aparecer sobre el castillo, uno se desplaza con la urgencia del prófugo. Las calles medievales iluminadas tenuemente, empedradas, el ruido de pasos ajenos viniendo al encuentro en una esquina, la fuente que borbotea contenta tras la tapia del jardín de una casa judía o mudéjar, los bellos palacios blasonados, o la portada de esa iglesia que nos mira desde siglos pretéritos, nada invita a detenerse y recrearse en la belleza. La temperatura manda. De eso viene hablando la mujer latina que me sale al paso tras la esquina. Acaba de salir del trabajo y comunica con su país. La diferencia horaria. A pesar de ir cubierta hasta las corvas con un grueso chaquetón, se queja de lo mismo que los locales, este clima no sabe de patrias. Lo confirmo en el restaurante donde voy a cenar. Tras dejarme seducir por la variedad de delicias expuestas, me decido por dos de ellas y tomo asiento. Observo a los clientes. Al personal. Algo se me hace raro, cuando caigo en la cuenta de la inusual belleza de la joven tras la barra: su cara está perfectamente maquillada, las cejas perfiladas, los labios brillantes y, cuando me acerca las tapas, reparo en sus largas uñas de porcelana en suave tono celeste. Son las diez y media de la noche y ni su cara, ni sus gestos, ni la delicadeza y diligencia con que atiende la barra, denotan cansancio alguno. Más al contrario, se disculpa porque una de mis peticiones ha tardado un poquito: "es que la tosta lleva dos minutos de horno", asegura en un acento siseante de algún país del este de Europa -probablemente Ucrania, Bulgaria o Rumanía, son quienes más abundan por la despoblada Castilla-. Hay otras dos clientas en el local, las he visto fuera fumando, al entrar. Una de ellas es joven y hermosa, rubia, aunque la raíz del pelo revela que no es ese su color natural. Entra tiritando y acto seguido introduce ambas manos hasta la media espalda de un hombre maduro sentado sobre un taburete. Este, ni se inmuta. Cualquier ser humano hubiera pegado un respingo de aúpa, pero las muestras de cariño que le profesa -en siseante acento ucraniano, o búlgaro, o rumano- hacen suponer que hay entre ellos algo más que amistad. Él, como decirlo, no parece mal tipo, pero es tosco, ordinario, ostentoso, con la seguridad en sí mismo que sólo aporta el dinero. Mientras ella sale a fumar el enésimo cigarro, él revela a otro cliente que tiene cincuenta y dos años y tres hijos: "el mayor tiene diecinueve y es tonto, la segunda está adolescente perdida, y el tercero, a ver..., ¡Hay que tener hijos hombre, los hijos dan sentido a la vida!". No sé, algo no me encaja.
Diego, el encargado del albergue de Sigüenza, se interesa por mi procedencia: en ella hay un largo recorrido que, partiendo de León, me lleva a Asturias, Barcelona, Santander y Galicia, para tornar de nuevo a Castilla. Han sido las migraciones laborales las que sacaron a nuestros padres de estos pueblos, las que me han sacado a mí del mío, a estas mujeres de sus países del este, a cientos de hombres que se emplean aquí en la construcción y reforma de viviendas de verano.
Esta ciudad la fundaron los celtíberos y los romanos la llamaron Segontia; está en mitad de la ruta que unía Emérita Augusta y Caesar Augusta. La tomaron los godos primero y los árabes después. Los cristianos más tarde. En ella vivieron judíos -hubo sinagoga y judería- y mozárabes… Si se mira bien, lo natural es pasar, fluir horadando la piedra del barranco como el río que me trajo desde Aragosa: entre el siseo de las encinas y el rumor del agua.

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