Tramo 1, etapa 1, Camino del Cid, el destierro: Vivar del Cid-Burgos.

Tal vez exista en mí una tendencia inconsciente a complicarme la vida, una necesidad de hacer cosas para las que en principio no estoy llamado, ni siquiera capacitado, pero que bullen en mi cabeza durante un tiempo hasta que van cobrando una dimensión tal, que lo mejor que puedo hacer es llevarlas a cabo o entrar en un estado de insatisfacción que acabaría sin duda por conducirme a la melancolía. El Camino del Cid es una de estas. Se ha ido haciendo mayor durante años en mi imaginación hasta traerme a esta habitación del barrio del Gamonal en Burgos, con los pies doloridos y los hombros magullados por el peso de la mochila. Pero sé que no debo quejarme. Nadie me obliga. Es la primera jornada y he tenido un tiempo excelente: sol, una brisa ligera y una temperatura agradable. "No como esos chinos que venían por ahí el otro día. Esos, que van todos juntos", me dice un vecino del barrio en un paso de peatones mientras saluda a Cody, mi perro. "Daba pena verlos" y encoge la cara frunciendo el ceño mientras aprieta una capucha imaginaria a falta de palabras. Cuando dice chinos supongo que quiere decir orientales. Y por "ahí" -intuyo- se refiere a Santo Domingo, etapa anterior en el Camino de Santiago. En cuanto a que "van todos juntos" es un misterio de la sociología. El vecino verá peregrinos pasar a menudo y hará sus cuentas. Mi etapa en cambio, desde Vivar del Cid -patria chica del héroe épico- ha transcurrido entre campos de trigo y cebada que verdean en decenas de tonos posibles, bajo un cielo raso donde aparece de vez en cuando una nube salida de no sé dónde.
Campos en Vivar del Cid
Entre los cereales, amapolas. De una lozanía y un color tan intensos que sobrecogen. Y manzanilla y campánulas silvestres. Y hasta los cardos brotan hermosos, como si no fuese a llegar nunca agosto. Cuando el camino se acerca demasiado a la carretera y dejo de escuchar el canto de los pájaros o el rumor del río Ubierna, lo abandono y me interno en los campos. Avanzar con las plantas a la altura de la cintura, cuando la brisa las mece con suavidad, es como entrar en un mar esmeralda y cálido. Mientras lo hacía pensaba en que no me importaría que esta, fuese la última imagen que acudiese a mi memoria antes de pasar a mejor vida.

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