Tramo 1, etapa 9, Camino del Cid, destierro: Castillejo de Robledo—Miño de San Esteban

Desde lo alto del castillo templario observo el pueblo de Castillejo. Junto al pozo, ya sin brocal, una sabina de tres metros y sarmentoso tronco se aferra a la tierra. Hoy ha muerto un vecino y el resto acude a despedirlo a la hermosa iglesia románica. Se reúnen y saludan todos tras el ábside, los más rezagados van llegando a pasos cortos hasta el lugar. Desde la loma que viene de Aranda, el coche fúnebre se desliza mientras las campanas tocan a muerto, cadenciosas. Tres toques lentos. Me asomo a la ladera del castillo y observo a los vecinos esperar mientras descargan el ataúd. "Tu mujer, colegio Claret", "Tus nietos y biznietos te quieren". Tuvo una vida larga. Alguno mira hacia el cerro y caigo en la cuenta de que voy vestido completamente de negro. La imagen que debo ofrecerles es la de la muerte aguardándoles a todos desde lo alto de un pasado en ruinas. Me alejó y me dirijo al otro lado desde donde escucho voces infantiles. Un niño de unos cuatro años y una niña de seis juegan en un patio ajenos a todo. Comienzan los cánticos en la iglesia. Bajo de mi atalaya una vez han entrado y me recreo con el pórtico y la arcada. Huele a loción de afeitar y a perfume denso de mujer. Tras la capilla el operario de la funeraria espera fumando, el portón del coche abierto y el remolque con ruedas plegado junto a él. Aquí los vecinos no podrían con el féretro. Regreso al hotel por las calles del pueblo vacío y encuentro a un hombre con aspecto latinoamericano que barre las calles. "Hace usted muy buen trabajo, el pueblo se ve muy limpio", responde lacónico: "de momento", y se va calle abajo con su escoba, su recogedor y su carretilla.

Ya en el hotel, Irene, la mujer que lo regenta desde hace tres años me confirma que no ha sido posible encontrarme alojamiento al final de la etapa. Lo intentó llamando al alcalde de Miño; está en un grupo de WhatsApp de la corporación del municipio y es concejala por el partido socialista: "Me presenté por joder y me votaron ciento veinte. No sé, inténtalo en San Esteban de Gormaz", me indica frustrada. Me da rabia pues ayer era su día libre y abrió el hotel para mí. Me hubiera gustado que todo le fuese perfecto, se queja, como todos, de lo difícil que es "echar palante aquí". Me sella el salvoconducto y nos despedimos.

Emprendo ruta a Miño. Una cuesta pronunciada me saca de la hoz hacia barbechos, enebros y sabinas diseminados. El cielo está plomizo. Hoy caerá algo de agua me ha dicho Irene. Avanzo a buen ritmo y hacia las dos de la tarde alcanzo Valdanzo. En la plaza del pueblo, en el frontón, se suceden superpuestas las pintadas de los quintos: "viva los quintos de 2013" (sic), 14, 15, anteriores y sucesivas. "Viva la quinta de 2008. Viva el quinto de 2018. Maeso". El último firma, claro. En el bar Luis la mujer de este me habla de labranza: los tipos de trigo y cebada, el precio de los tractores y la maquinaria, la despoblación -el monotema- y las pintadas en el frontón: "las hacen los chavales en el verano, por hacer el gamberro", se ríe, "aquí hace ya mucho que no hay quintos". Se ofrece a sellarme la cartilla y lo hace como todos sin excepción, de manera primorosa: eligiendo la ubicación correcta, la dirección del sello, la humedad del tampón y hasta la presión de la mano. No es un sellado de funcionario en un organismo público, son las nuevas —y de momento, únicas— armas del Cid. Aquellas que les ha brindado la administración para combatir el destierro de los tiempos actuales. Los peregrinos somos el nuevo maná, así que deben implicarse. Eso les han dicho.

Comienza a chispear. Me encuentro a un vecino que va a regar "unos pimientos y unos tomates". Se me hace extraño. El tipo tiene los ojos vidriosos, de mirada boba, lengua ancha, labio leporino, le asoma saliva por la comisura de los labios. Me indica el camino: "No tome el de la izquierda, ni el de la derecha, el del centro". "El del centro entonces", repito. Cuando llegó a la bifurcación un enorme cartel con la tipografía cidiana y la firma "ego Roderico" sobre fondo rojo indica a la izquierda. No quiero ser más listo y voy al centro como me ha dicho. Comienza a llover de verdad, me he puesto el chubasquero y abierto el paraguas, no me importa. Después de hora y media escasa llego al pueblo. Al primer hombre que me encuentro le pregunto por la cantina y le suelto mi discurso: "vengo desde Castillejo haciendo el camino del Cid". "No, pero el Cid no pasó por aquí", responde muy despacio -como si lo hubiera hecho hace media hora-. "Ya hombre, no va a haber pasado por todos los pueblos que dice la guía", digo resuelto. "¿Usted, a donde va?". "A Miño -respondo- ¿no es esto Miño?". "No, esto es Valdanzuelo. Tiene usted que volver a Valdanzo y tomar luego a la derecha hacia Miño, unos ocho kilómetros". Se me hiela la sonrisa y pienso en el tipo de los tomates y los pimientos. Tenía que haber caído en la cuenta de que se trataba del tonto del pueblo. ¡Ir a regar con este tiempo!

Desando el camino y al rato pasa Victoriano -así se llamaba el hombre- con su mujer en furgoneta. Me saluda desde el interior. Entre nosotros, si me hubiera ofrecido subir, lo hubiera hecho.

Llego por fin a Miño y me reciben tres parroquianos en el bar Venancio. Allí me harán un bocadillo de tortilla francesa y me ofrecerán el atrio de la iglesia para dormir. Hoy descansaré en sagrado, junto a la pila bautismal.
















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