Tramo 1, etapa 10, Camino del Cid, el destierro: Miño de San Esteban—San Esteban de Gormaz

Van a dar las once en el reloj de Miño de San Esteban. ¡Otro reloj que da las horas dos veces! Los vecinos lo escuchan desde las huertas y no se equivocan cuando son las once o las nueve pero sí con la una o las dos. De no repetirse, no estarían seguros de la hora que es. En el bar de Alfredo los parroquianos -tres, con Alfredo- hablan de las cosechas, de lindes, del precio del trigo o de la uva, de aquella que les rechaza la D.O. Ribera de Duero por no cumplir con las pautas que exige esta -trabajas todo un año y luego te "tiran" dos tercios- o del producto con que deben rociar a los tomates para que no se los coman los bichos: azufre, cobre, la mezcla de ambos..."yo lo hecho un poco a ojo", asegura uno. "El año pasado podé las viñas y experimenté un poco, dejé dos surcos podados de una manera y el resto de otra aunque después no recordaba cuáles, y lo cierto es que había diferencia entre un vino y otro, vaya si la había". En el pueblo hay casa rural, grande, bonita y remozada, pero como no viene casi nadie se la han alquilado a un señor de Madrid todo el año. Viene los fines de semana a cazar. En el balcón del ayuntamiento —el mismo cartel en la mayoría de ellos— cuelga la leyenda "Soria quiere futuro". ¡En el balcón del ayuntamiento! Hacia donde miran los políticos, justo ahora en el proceso de pactos, después de pasadas las elecciones en la cuales se especulaba con que el mundo rural sería clave. Después de agotadas las promesas ellos resisten, como los numantinos a los romanos. Los romanos sabían que la plaza era innegociable, en esas tierras estaba el granero de las legiones, necesario para conquistar el mundo.

He dormido estupendamente en el atrio de la iglesia románica de Santa María, rodeado de gatos, como Corto Maltés en la Fábula de Venecia que dibujara Hugo Pratt, junto a la pila bautismal, en vez del pozo. Llega el panadero atronando el pueblo con su bocina y las comadres salen de sus casas para confluir en la plaza. Después se irán juntas calle abajo comentando las nuevas del día que acaba de comenzar y, es posible, que ese sea el único momento en que se vean a lo largo de la jornada. La completarán adocenadas frente al televisor viendo programas embrutecedores y fatuos.

Los pájaros sorianos también son resistentes. A pesar de ponerles redes y pinchos sobre las cornisas para que no aniden y llenen el atrio de excrementos, ellos consiguen hacerlo y seguir piando cada mañana.

Por tomar notas se me ha escapado el panadero. Hoy para desayunar, frutos secos. Para comer también. En Aldea de San Esteban no hay cantina. Tampoco hay gente, y menos a las cuatro de la tarde. A la entrada del pueblo nos recibe una jauría de perros, son poderosos, de grandes mandíbulas y cuartos traseros. Afortunadamente están confinados en una nave, viendo pasar las horas y los días, sin otra cosa que hacer que ladrar histéricos a los viandantes. Quizá envidiando la libertad de Cody aunque camine atado bajo el sol -vamos por carretera y me ha dado ya dos sustos con los coches- buscando la sombra que proyecto sobre el asfalto. Entrando al pueblo, un viejo desaseado que ha salido a echar la basura nos recibe. Se sorprende de que camine sólo. "No, voy con el perro", respondo. Me dice que en otras ocasiones, han pasado cuadrillas que venían de Castillejo en bicicleta o caminando. Se queja, como todos: "la gente arregla las casas y luego no vienen más que a la fiesta". Su única compañía es la televisión con sus estupideces y políticos gritones. Aún es peor, les muestran una realidad que no tiene nada que ver con la que hay fuera de sus casas y, quizás, añoren. Al menos sigue habiendo fuentes y el agua es buena.

Ya en el hotel de San Esteban de Gormaz me ducho, aseo, y hago la colada. Me dispongo a echar una siesta y justo cuando entro en las sábanas me llama Marta, la veterinaria de la zona. Cody cojea desde hace unos días y agita la cabeza hacia un lado. Me preocupa. Álvaro, el del bar de Miño, me ha facilitado su teléfono amablemente y, aunque su especialidad son las ovejas, más que yo, sabrá. Lo explora y no encuentra nada preocupante. Mejor, nos quedamos más tranquilos. A pesar de todo le inyectará un antiinflamatorio, le pondrá suero en la oreja y un líquido para la otitis. En el Eroski le compraré dos latas de comida húmeda, devorará una y a descansar. Recibo la visita de mi hermano y mi cuñada. Están por la zona viendo una exposición y han querido acercarse. Tomamos varias cañas y cenamos chuletillas de cordero. Hablamos de cosas importantes: los hijos, la familia, el trabajo, las expectativas e ilusiones de cada uno... Después de unos cafés y un gin-tonic nos vamos a acostar. Ya en la cama pienso en la alegría que me ha procurado volver a verlos. Con mi hermano mantengo una relación con gratificantes encuentros esporádicos —vivimos en ciudades diferentes— que se suceden en el tiempo dando la impresión de que los años no transcurran para ambos, al menos en lo emocional. Nuestra madre sacó a los cuatro hermanos adelante ella sola, desde su escuálido sueldo de limpiadora, transfiriéndonos la dignidad, el orgullo y la bondad como credenciales. A menudo pienso que en la vida no debería contar solo a donde llegas sino, también, de donde partes.

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