Tramo 1, etapa 7, Camino del Cid, el destierro: Alcubilla de Avellaneda-Langa de Duero

 Dos de la tarde, el sol cae a plomo sobre el camino. Una parada breve y visita a la fuente de la Piojosa (!) para reponer agua. Bajo una chopera hacemos un descanso y tomamos, tomo, frutos secos -a Cody no le gustan- observo la cuesta que debemos subir hasta Alcózar y rezongo por dentro. Suena el reloj de la torre, alejada de la iglesia, en lo alto de una loma pelada. Suena dos veces y pienso: "¿para qué querrán saber la hora?, y por duplicado además, una forma de prolongar la agonía de vivir en un lugar como este". Los que han diseñado la ruta no han pensado en quienes la hacemos caminando. ¡Que cuajo! Me armo de valor y subimos. Una calle estrecha, llena de sol y soledad. Unas toallas secándose al sol justiciero, una de ellas tiene estampado un velero que navega grácil hacia los sembrados que hay al fondo. Una señora sale de su casa. Me da las buenas tardes y hablamos, vive en Santa Boi de Llobregat y pasa aquí el mes: "aquí en este tiempo se está bien". Le comento que vaya cuestecita, ya pueden tener algo que enseñar. Aparece un hombre de barriga prominente por una esquina y se presenta. Nos escucha y se ofrece a enseñarme el pueblo. No sé, ¡para un día que podía llegar a destino a una hora razonable! Dudo. Me convence y le sigo. Se llama Álvaro y me lleva a la antigua fragua. Una casita restaurada sobre una loma que abre con un enorme manojo de llaves. Dentro sombra y frescor. Diversos útiles colgados de las vigas: llaves, clavos, poleas, un gancho para matar al cerdo, una S con un extremo donde lo enganchaban de la papada y lo hacían salir de la cuadra, desde el otro seno tiraban. Una vez fuera, el extremo del que tiraban lo fijaban a una pata trasera, obligando al cerdo a volver el cuello. Así, sujeta la cabeza, se mantenía en tensión y de esta manera lo degollaban. Una de las formas más brutales y eficaces que conozco de matar un cerdo y, por supuesto, la fragua y el yunque en perfecto estado de conservación. Aperos para las caballerías, herraduras, cerraduras, llaves, bisagras...Y todos los elementos necesarios para una vida autónoma Cierra la fragua y nos dirigimos al lagar —estamos en la Ribera de Duero— vuelve a las llaves y accedemos a otro espacio fresco y perfectamente restaurado donde nos recibe un burro de yeso con dos alforjas para cargar la uva.
Un enorme tornillo de prensa de madera de olmo al extremo del cual pende una piedra de granito y, en el centro, la tolva donde se vierte la uva. "A esa cuba veníamos de niños a mojar el pan que nos daban las madres en el mosto. No nos confundíamos al recogerlo". Memorias de una vida que evoca un tiempo pasado donde este corría de otra manera. Ahora, la bodega. Dudo de nuevo, la ansiedad por llegar a Langa de Duero. Empuja la puerta y enciende una luz. Accedemos a un espacio increíble, lleno de frescor y excavado a mano, donde el cuerpo apenas pasa. Después de unos metros de sube y baja por la cueva, un barril con tapa y grifo y un espacio donde sentarse. Allí echaban los hombres las tardes de invierno. No había bar. Salimos de la bodega y me arrastra a su casa donde me ofrece una cerveza con gaseosa que agradezco de corazón. "El otro día estuvo la reina en el Burgo de Osma". ¿Para qué? ¡Allí tienen de todo! ¡Que venga aquí! Creen que con Internet lo solucionan todo y no es así, eso no ayuda a fijar población, aquí somos seis durante todo el año, hoy no podríamos matar al cerdo. Me ofrece por último conocer el lavadero, "no te preocupes, está en la salida a Langa". Accedo. Vuelve a su manojo de llaves y me enseña las pilas de lavado y aclarado. Un espacio donde se muestran todos los trabajos de la lana. El lavado, cardado e hilado. Y todas las prendas que confeccionaban entonces: bragas, calzones, enaguas, vestidos de fiesta y diario, sayones, mantas y sábanas. Manteles y bordados. Encaje de bolillos. Un mundo único y extinguido donde sólo quedan recuerdos. Al final me muestra la salida hacia Langa y nos despedimos tras observar un trillo y una máquina de separar grano y paja. En una esquina el viejo reloj de la torre y la maquinaria. Estuvo cuarenta y dos años parado, no había quién le diese cuerda. Hoy un mecanismo electrónico lo gestiona y marca las horas dos veces. ¡Cada hora!

Hoy he sido yo el soberbio y recibo a cambio una cura de humildad y sabiduría ancestral perdidas. Caminamos al sol de la tarde hacia destino.

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