La vida en suspenso, jornada 54

Miércoles 6 de mayo

La luna llena asoma redonda y rojiza entre las casas del barrio para dar paso a una noche que se presiente cálida, solitaria. En otra circunstancia este paseo junto al mar estaría repleto de gente en las terrazas hasta bien entrada la madrugada —repito las mismas frases que escucho en el telediario: “a esta altura del año la Malvarrosa...”, “esta avenida de la Constitución cualquier día de abril, aquí, en Sevilla…” seguida de un barrido de cámara mostrando la playa o avenida vacías mientras la reportera indica con su mano el espacio; lugares comunes—. Estas noticias son material de relleno, cualquiera que viva en nuestras ciudades puede apercibirse de lo extraño que resulta ver las calles vacías a las diez de la noche en un país como el nuestro; no queda otra, acostumbrados como estamos a socializar en bares y terrazas todo se antoja raro. Cambiará, desde luego. Cestas de picnic o neveras portátiles se harán las dueñas del verano, no parece difícil de pronosticar; hasta entonces, a disfrutar de este hermoso atardecer rojo sanguina que nos regala el sol tras las islas Cíes encarando la luna y vaciando la ensenada de agua, para regocijo de los perros.

Cody y yo paseamos sobre la arena mojada huyendo de las aglomeraciones que se forman en los espacios destinados a bicicletas y caminantes. Huimos de los virus, sí, pero antes que nada de los ríos de personas que se han dado cita en esta parte de la ciudad buscando la brisa del mar. La policía visita estas calles a diario, las luces azulonas de las motocicletas destellando sobre el rojizo del sol en las fachadas crea una atmósfera irreal, entre feria veraniega y escenario apocalíptico. El olor intenso de las algas me trae recuerdos de la infancia, de playas urbanas donde acudíamos a mariscar: lapas, mejillones, almejas, berberechos, quisquillas, erizos ...entre los charcos que dejaba la marea en la bajamar. Lo hacíamos más por matar el tiempo —de niño siempre sobra— que por obtener beneficio alguno. Recogíamos varios puñados y se los entregábamos a la cocinera del internado para que los preparase. No recuerdo haberlos comido nunca y supongo que ella, con muy buen tino, los arrojaba a la basura así volvíamos la espalda. Aquellos “mariscos” procedían de las pequeñas calas entre las rampas de los astilleros próximos al colegio, allí vertían desagües con todo lo que los vecinos arrojaban a sus retretes. Llamaba nuestra atención que hubiese tantos condones, ya que nunca nos pareció un lugar muy romántico para ir a hacer el amor. Eran los años setenta, hoy encontraríamos toallitas húmedas.

El astillero desapareció, se lo llevó la reconversión industrial, más tarde se recalificó el terreno, las autoridades se inventaron una playa urbana y edificaron junto al mar. Al lado hicieron un puerto deportivo, un acuario, un spa. Hoy es la zona más exclusiva de Gijón y ya no huele a algas, huele a pizza.

Parece ser que el león marino de las Islas Galápagos juega con los buceadores —torpe en tierra, ágil y veloz en el mar; otro lugar común—, expele burbujas por su nariz como hacen estos desde las boquillas de sus respiradores, trata de imitarlos haciendo todo tipo de cabriolas para llamar su atención. Un paraíso donde los seres humanos nunca debimos llegar. Fray Tomás de Berlanga (Soria) lo hizo por casualidad cuando se dirigía al Perú por encargo del rey, corría 1535 —trescientos años antes que Charles Darwin y Robert Fitzroy— y su barco se desvió 1000 kilómetros a causa de las corrientes. El archipiélago recibe su nombre por el parecido de aquel animal con una silla de montar a caballo. El último ejemplar de su especie, solitario George, murió en 2012 después de un siglo de longeva vida. Su cuidadora, la bióloga suiza Sveva Grigioni aseguró entonces: «probablemente nunca vio a una pareja de su propia especie mientras copulaba». Pobre George, le faltaban referentes, que no erecciones: la misma Sveva fue la única capaz de lograrlas en dos ocasiones, tras cubrir sus manos con las secreciones genitales de tortugas hembras y acariciarlo suavemente.

Me pregunto cómo olerá la bajamar en las Galápagos.

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