La vida en suspenso, jornada 50

Sostenía Thoreau que pasear es una forma de pensar. No puedo estar más de acuerdo. Cuando uno pasea, camina, el pensamiento se “desabrocha”, se libera de uno mismo a medida que avanzamos, hasta que ocurre la desconexión —milagrosa— entre el mundo de las ideas racionales y las irracionales. Personalmente son estas últimas las que me interesan y, a menudo, las anoto, por estúpidas que parezcan, se lo leí a David Lynch: «las ideas son productos de la mente, todas; no debemos desaprovecharlas», venía a decir más o menos. Yo quise añadir, además, que es aquello que generamos de manera autónoma —uno tiene una idea, más o menos original, no la fuerza— desde nuestro organismo, excrementos a parte, y, aunque en ocasiones ideas y excrementos lleguen a confundirse, no debemos descartarlas a priori. Démosles una segunda oportunidad y ya veremos después.

La reflexión viene al caso de la primera salida permitida (más bien desestabulización) del confinamiento. Los lugares, aceras, plazas y caminos que anteayer estaban desiertos, apenas habitados por paseantes con perros conformando una realidad cuasi apocalíptica, acabaron por transformarse en dicho apocalipsis: los paseos se llenaron de personas con toda clase de coloridas máscaras, corredores, ciclistas, paseantes, ...con o sin perro, semejando una fila de romeros. En mayor o menor grado todos criticaban la invasión de las calles por “los demás” —es pertinente la reflexión sartriana, «el infierno son los otros»— como si no todos formásemos parte de esa realidad anómala y tuviésemos la misma necesidad de mojar los pies desnudos en el agua del mar. Ignoro qué le ocurriría al resto, pero cuando alguien se cruzaba conmigo en algún paso estrecho, contenía el aliento; me molestó en particular que un adolescente pasara corriendo delante de mí sin guardar la distancia preceptiva: el infierno ya no existe, lo dijo el Papa anterior, de existir seríamos todos. De pronto, dos parejas en direcciones encontradas se detienen, se saludan a un par de metros de distancia y, tras intercambiar obviedades acerca de cómo está aquello, una mujer le dice a la otra, “nosotros ya caminamos bastante, ahora a casa, a ver la televisión”, el marido no parece estar muy de acuerdo, pero se resigna. Es la única nota que tomo tras el paseo, el pensamiento no se liberó.

Leo a Antonio Muñoz Molina describiendo su estancia en Charlottesville, Virginia, cuando era profesor invitado en su universidad, su perplejidad ante todo, frente una forma de vida que aún no había llegado a la España de entonces: las máquinas expendedoras de bebida y comida, la ausencia de fumadores en los espacios universitarios, las grandes superficies comerciales, los desplazamientos constantes en automóvil, la obesidad, ...etc. Aunque lo que más llamó su atención entonces fue la existencia de una sociedad paralela que no se movía en coche: quienes caminaban eran pobres. Pero pobres de necesidad, de «pobreza africana», esa que no conocíamos ya en nuestro país, ni siquiera en los peores tiempos de la dictadura o la posguerra; esa sí fumaba, y vestía harapos, olía mal. Recordando una de las series —norteamericanas— que consumimos en casa estos días, caigo en la cuenta de que una de las familias protagonistas de esta (Ozark) es de esa clase de personas. Semejan a los personajes de Tom Sawyer (Mark Twain, 1876), solo que en la actualidad: una familia desestructurada que vive miserablemente en un conjunto de caravanas frente a un lago, en un lugar idílico, en aparente libertad, pero en unas condiciones cuya referencia más inmediata asociaríamos aquí con un asentamiento gitano. La delincuencia es su modus vivendi, aunque su tasa de éxito no sea la misma que la de sus vecinos —estos son ricos, obscenamente ricos— cuya forma de vida es, también la delincuencia. Me pregunto si la sociedad norteamericana continúa siendo como la recuerda Muñoz Molina. La serie me responde —y un titular en la primera página de el País: «Hombres armados irrumpen en el Capitolio de Michigan y se niegan a quedarse en casa»—, es peor.

Me pregunto si soy adicto a la melancolía pues me muevo a gusto en ella, no de manera permanente, claro está, pero sí la recuerdo próxima a lo largo de toda mi vida. De vuelta a casa, al atardecer, me viene a la cabeza un artículo que Enrique Vila-Matas ha escrito hoy donde menciona el arco del Triunfo de Barcelona; en enero de 2014 Marina y yo nos citamos allí con un amigo que finalmente no acudió, nos dio una excusa peregrina y me vi obligado a mentirle a ella, improvisamos otro plan después de esperar una hora.

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