La vida en suspenso, jornada 58

foto de Eduardo Nave, el País domingo 12 de abril 
Domingo 10 de mayo

«Cuando los vi en el pasillo pensé: ¡Dios mío, pero qué está pasando! Una larga fila de hombres —aunque no podría asegurarlo, lo intuí por la forma de caminar: erguidos, mirando al frente con determinación, las piernas separadas, los hombros rígidos y el sonido pesado de sus pasos retumbando acompasados sobre el parquet—, pasaba al otro lado de la ventana; aunque lo mismo podía haber mujeres, ahora van al ejército igual que ellos. Llevaban máscaras con aparatosos filtros que impedían ver sus caras, gafas de protección y boquillas para respirar que les conferían un aspecto siniestro. Los monos de camuflaje abrochados de la cabeza a los pies, guantes, botas de goma; no sé por qué me tranquilizó que llevasen bordada en el hombro la bandera de España, en el pecho su apellido: ¡Vaya, al menos son de los nuestros!, si tengo necesidad podré llamarlos por su nombre, aunque nadie se llame Guiraldez. No sé, son cosas que vienen a la cabeza, ¿sabe?. Reparé en esos detalles porque me habían dejado frente a la puerta principal, en la salita, con otros ocho o nueve válidos hasta la hora de la comida. Esa mañana andaban todas con mucho trajín, así que me pusieron con los hombres —siempre les digo que no me pongan con los hombres: ¡no hablan nada!. Y en general, me hacen caso—, entonces los vi pasar, eran doce o quince, lo recuerdo porque en los cambios de turno entran así, en grupos de doce, aunque vestidos de blanco (o verde clarito), hablando y riendo entre ellos, y ellas —entonces sí se les ven las caras—. Me hizo gracia que algunos llevasen cubos de fregar, incluso había un par que llevaba bayetas en las manos, todo era extraño: militares con cubos, guantes y paños, ¿qué clase de guerra es esta?. Pensé en preguntar a mis compañeros, eche un rápido vistazo alrededor y, los que no estaban de espaldas, estaban medio sordos, cegatos o durmiendo “la siesta del carnero”. Hubiese dado igual que pasase el general Patton, un grupo de majorettes o una chirigota gaditana. Ni las chicas ni los auxiliares andaban cerca, y tardarían en llegar, aún faltaba media hora para la comida. Entonces caí en la cuenta de que ninguno de ellos nos había mirado al pasar: estamos flojos, endebles, somos poca cosa, ¡pero no invisibles, caray!; aunque así, sentados en nuestras sillas en torno a una mesa… el poco ruido que pudiésemos hacer lo amortiguaría el cristal de la sala, claro. Además, ¡habrían recibido órdenes, con fregona, pero seguían siendo militares!. De modo que pasaron, y al rato entró un grupo similar, aunque estos llevaban equipos de sulfatar la viña, no se ría: mochilas amarillas de plástico, con manguera, un tubo metálico y una palanca para bombear el líquido, ¡cómo en la aldea!

»Yo empezaba a tener hambre, en mi reloj habían dado las 13.45 y, generalmente, se acercan a mover las sillas hacia el comedor un cuarto de hora antes, ¡somos muchos, ¿sabe?!, pero esa mañana todo iba pausado respecto a nosotros aunque muy acelerado en general. Esperamos, ¡qué otra cosa podíamos hacer! Nuestra vida ahora consiste en eso: esperar a que nos lleven de acá para allá tratando de molestar lo menos posible, darle poco trabajo a las chicas —que son unas santas y nos tratan muy bien, todo sea dicho— y, sobre todo, a los hijos, ¡bastante hacen con pagar todo esto, que ha de costar un riñón!

» Entró Yolanda, una muchacha muy maja que a mí me quiere mucho, siempre me hace bromas y mimos, sabe que soy mimosa y está pendiente de mí, de que no me falte nada, este aseada y tenga a mano el teléfono, el mando de la tele, los autodefinidos, las sopas de letras… a veces me regaña porque guardo en el bolso galletas, azucarillos, caramelos u otras chucherías que sabe que no puedo comer, porque me atraganto, ¿sabe?; aunque, cuando me riñe, lo hace siempre con cariño, porque hay otras que ya, ya... en vez de con viejos parece que trabajasen con ganado. En fin, yo estoy bien, feliz de estar aquí, pero aquello me asustó, ya le digo.

»En vez de llevarnos al comedor nos trajeron la comida a la sala, entraron dos chicas de cocina con carritos y bandejas, movieron un par mesas para que comiéramos allí. Ninguno de los compañeros preguntó nada, simplemente se incorporaron en sus sillas y comenzaron a comer cómo si tal cosa, no estoy muy segura de que hubiesen apreciado cambio alguno. Yo pregunté a una de las chicas y respondió que “no estaba autorizada a decir nada”, lo que me intranquilizó más todavía, y al ver mi cara de pasmo se agachó hacia mi oído diciendo en voz baja: “parece que hay una epidemia de gripe, pero tú tranquila cariño, ya te están preparando otro cuarto”, ¿Cómo otro cuarto...?, traté de decir cuando la mujer se iba ya por la puerta; se me cerró el estómago, ya no puede comer más ese día. En mi cuarto está mi ropa, las fotos de los hijos, los nietos, mi marido, también los cuadernos donde anoto lo que se me acuerda, en la mesilla de noche están. ¿Van a trasladar también todo eso?, pienso entonces, ¿y a las compañeras, la gente con la que hablo a diario puerta con puerta, donde las van a llevar? Escucho a quienes me acompañan sorber la sopa, cortar con parsimonia la pechuga de pollo, rebañar con la cucharilla el vasito del yogur como si nada... mientras, en la planta superior, oigo arrastrar camas, mesillas, estanterías, sillas; se escuchan voces, órdenes, el bombeo de las manivelas en las mochilas y las boquillas rociándolo todo. Aquello no parecía una gripe, no señor.

»Pasados veinte minutos regresan de nuevo las chicas de cocina, visiblemente acaloradas, serias, dejan en el centro de la mesa las bandejitas con la medicación de cada uno y se llevan los restos de comida; alguno de los compañeros se ha vuelto a dormir. Cuando salen advierten: “venga, tomaos la medicación que enseguida os llevamos a vuestros cuartos nuevos, ya veréis, os van a encantar”. No hay posibilidad de replicar, de saber más, cuando quiero levantar la mano se han ido ya.

»A través de un largo tubo de plástico nos conducen desde la salita al ascensor. Al otro lado del material translúcido de nuevo militares, pasan seguidos por Mayte, la directora —aunque no estoy segura, no se distingue muy bien—. Caminan de prisa, nerviosos, su imagen se pierde por un pasillo a la izquierda, cuando quiero preguntar qué ocurre al muchacho que empuja mi silla hemos llegado ya al ascensor y este se retira, quedo en manos de otra chica que espera en su interior, le pregunto pero apenas balbucea “estese tranquila, todo va a salir bien”, entonces me conduce a través de un tubo similar al anterior, hacia otro ala del edificio que no había visto jamás. ¿Cómo iba a estar yo tranquila, lo estaría usted?

»Llegamos a una habitación luminosa y bonita donde todo está inmaculado, aunque huele raro, a medicamento; el aire es ligero y nada se mueve, ni la más ligera brisa agita las hojas fuera. La chica que me ha traído se aleja apresurada dejándome frente a la ventana, miro el fulgor azulado, anaranjado, amarillento de las sirenas de ambulancias, coches de policía y camiones militares rodeando el lugar, no se escucha ruido alguno pero la sola visión estremece. Sin llamar a la puerta entra una doctora, va vestida de pies a cabeza con un mono blanco que le viene grande, lleva una mascarilla cubriendo su boca y unas gafas protegiendo los ojos: “incline la cabeza, por favor”, me pide con urgencia, lo hago y me introduce por la nariz un bastoncillo profundo, hasta hacerme vomitar casi, tras ello se va tan aprisa como llegó, dejándome conmocionada y dolorida. Sobre la mesilla de noche el mando de la tele, la enciendo y la señorita del telediario dice no sé qué de un virus, tras su imagen aparece la fachada de la residencia donde vivimos.

»A mí no me ha ido mal, gracias a Dios, aunque después de aquello estuve quince días con diarrea. ¿Cómo estaría usted?»

Nota: texto basado en la fotografía de Carlos Spottorno publicada en el País el domingo 12 de abril.


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