La vida en suspenso, jornada 53

Martes 5 de mayo

Un radiante temporal de viento acompaña las primeras fases de la libertad: borregos, rebaños marinos. Es curioso cómo después de haber permanecido por largo tiempo en nuestras casas, agradecemos un gramo de libertad aún insuficiente, faltan muchos aspectos. Así las calles y paseos se han llenado de caminantes, deportistas, ciclistas, mayores, adolescentes, ay, con sus risas, sus, gritos, y sus hormonas, ¡qué pereza!; todos con o sin barbiquejo —bonita palabra de ida y vuelta (el origen es latino, la vuelta peruana).

Es un gozo pasear escuchando voces agitadas, urgidas de espacios abiertos, parejas de enamorados sentados sobre los muros, alegría de vivir allá donde uno mire. Pronostico de aquí a poco botellones en cualquier zona verde, sobre la arena de cualquier playa, a la espera de que la realidad se aposente y podamos sentarnos a disfrutar de una copa frente al mar; aunque es probable que esto tarde en ocurrir y todos, jóvenes y mayores, adoptemos las costumbres que tanto criticamos en los primeros. Confío en que con más civismo, aunque no apostaría.

Hemos estado en la cueva, como en los tiempos primigenios de antiguos cazadores-recolectores —Altamira, Chauvet—, está por ver si con el mismo aprovechamiento que aquellos hombres prehistóricos (y mujeres prehistóricas) de hace 36.000 años, quienes pusieron el listón del arte tan alto que aún no ha sido superado: «después de Altamira, todo es decadencia», dicen que dijo Picasso, pura posverdad. Pero lo cierto es que, contemplando las imágenes de aquellas criaturas —en algunos casos extinguidas, en otros ausentes de estas latitudes y por tanto inconcebibles ya en nuestro imaginario local—, no deja de sobrecogernos, aunque la posibilidad de observarlas hoy día sea mediante réplicas, magistrales, eso sí; un poco precipitadas también, respecto al tiempo asignado a la visita. Nos cuesta imaginar la pura materialización de esas pinturas, lo que deicidió su precisa ubicación, las circunstancias que rodearon su plasmación en las paredes: la ausencia de la luz, la presencia habitual de fieras, el —presumible— período de bonanza que acompañaría los trabajos o, tal vez, la liberación de otras tareas más prosaicas a aquellos congéneres más dotados para dejar constancia del paso de todos ellos; aunque cuesta creer que los artistas hayan vivido bien alguna vez. Aunque lo que más nos admira es lo que carece aún de respuesta, la magia que envuelve ese arte, la fascinación por comprender lo que habitó aquellas mentes: ¿por qué las pintaron? No estoy seguro de que queramos conocerlo del todo.

Nuestra naturaleza nos lleva a habitar espacios propios, desde que somos niños y podemos valernos de nuestras piernas tenemos una extraña atracción por aquellos lugares alejados del mundo de los mayores, donde dar curso a nuestras fantasías, tratar de responder a las preguntas sin la intervención sesgada de los progenitores, descubrir lo que nos excita o incomoda: jugando, guiándonos por el instinto, asomándonos al abismo de lo prohibido: la primera calada a un cigarrillo, el primer beso, el sexo como materia infinita, comer, jugar, hablar, compartir simples confidencias en un espacio común, sólo nuestro, oculto, inaccesible ...

Toda mi infancia y adolescencia he tenido una “caseta”: sobre un árbol, bajo tierra, en un monte de eucaliptos —trenzada con docenas de troncos jóvenes, donde olía intensamente—, entre enormes pilas de vigas ferroviarias, en los bajos de casas abandonadas, ocultas en el bosque con troncos y ramas secas…

Considero que perdemos facultades respecto de nuestros antepasados: autonomía, libertad. Nada tiene que ver que sean los padres quienes construyan un espacio en un árbol del jardín para nosotros o, peor aún, adquieran una tela que semeje un castillo donde poder meternos a jugar. La personalidad se construye a solas o entre iguales, asumiendo riesgos, llenando de sentido la palabra responsabilidad frente a la palabra culpa. Por eso no sé qué saldrá de nuestras casas una vez poblemos de nuevo las calles: probablemente unos seres más saludables y menos autónomos, en libertad vigilada. No hemos construido nuestra cabaña, nos han echado una tela en el patio, desde fuera los mayores lo escuchan todo, pero no lo sabemos. De momento algunos psicólogos se han apresurado a ponerle nombre: “síndrome de la cabaña”, le han llamado. Otra enfermedad para ricos.

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