La vida en suspenso, jornada 56

Foto Faro de Vigo
Viernes 8 de mayo

La desoladora imagen de la proa de un mercante varado frente a la costa de una hermosa isla griega se convierte en espectáculo televisivo: el conductor del documental donde se narra nos lo muestra desde la embarcación auxiliar de su magnífico yate, frente a la isla que lo vio nacer. Pudiera adivinarse en mis palabras asomo de envidia, si acaso por Grecia. Considero que un barco hundido emergiendo del mar no es digno ni de una fantasía distópica, aunque la palabra y su significado nos sean ya familiares. Como recompensa al agravio, esta tarde en mi paseo fase 0 caminaré junto a los muelles y tinglados de pesca y reparaciones del puerto de Vigo, por el puro placer de contemplar los barcos donde merecen estar, atracados y a flote. Al menos hasta que me sea posible navegar junto a ellos. Aunque la tarde anuncia días de lluvia y se muestra gris como la panza de un burro, caminar junto a esas moles de hierro y acero, de formas sinuosas y colores primarios, es un raro privilegio que la ciudad —todavía— nos ofrece. Más aún si consideramos que los paseos “convencionales” están llenos de gente enmascarada con todo tipo de artilugios —bicicletas, patines, patinetes—, coloridas mallas y frenesí corredor. En el puerto, fuera de la jornada laboral, los de siempre: pescadores sin aspecto deportivo —más bien necesitado—, africanos, latinos y filipinos a bordo de las embarcaciones, paseando aburridos por las cubiertas en labores de vigilancia. Pueden considerarse afortunados, si el barco estuviese fondeado frente a las islas esperando atraque en los muelles, entonces habrían de conformarse con ver la ciudad a lo lejos, como una ilusión inalcanzable, la promesa insatisfecha de sus calles, los bares, la gente, la vida, que aunque mermada estos meses, al menos se adivina. Cuando arriban a la ciudad no es extraño ver por el barrio grupos de cuatro o cinco filipinos, pasean por las calles sin hablarse —quizá se lo hayan dicho ya todo en las largas jornadas del mar—, rara vez se los ve sentados en una terraza o en el interior de un comercio —uno pensaría que tienen padres, mujeres e hijos a los que regalar algún objeto o prenda “exótica” comprada en la otra parte del mundo— enseguida me doy cuenta de que están aquí porque no les sobra el dinero. Muy probablemente su “voluntario” confinamiento en las moles flotantes que los traen, les impida derrochar el mínimo céntimo de la moneda en que les paguen, de modo que, el —poco— tiempo que pasan en tierra lo hacen deambulando por barrios como el que habito, en cualquier lugar del mundo, a menudo sentados en las marquesinas del autobús, consultando sus móviles y, fumando. Ya sólo los pobres fuman, los ricos lo hemos dejado o estamos en proceso. ¡Qué extraña paradoja!

Pero hablaba de mi paseo. Los muelles no huelen a algas o salitre, a brea o a yodo, eso sería en tiempos, cuando la ciudad se forjó y creció merced a la pesca y explotación de la sardina por los catalanes (tras esquilmarla en el Mediterráneo) y la emigración a América más tarde: el gran éxodo gallego. Ahora huele a gasoil, a soldadura autógena, a pintura y anticorrosivos, a inmensas redes reparándose cara a la campaña del atún en las costas africanas. Al trajín incesante de las inmensas ballenas metálicas que engullen automóviles sin cesar, rumbo a otros rincones del planeta. Desde allí nos envían otros cetáceos a su vez, colmados de contenedores con mercancías sin las cuales ya no sabemos vivir. En la escala final, un dispensador de Amazon junto a la gasolinera situada en la entrada al puerto, no deja de recibir visitas de clientes impacientes. Ni siquiera el coronavirus ha conseguido paralizar su actividad durante estos meses, al contrario, su actividad se ha incrementado.

El lunes que viene cambiaremos de fase, la actividad a nivel industrial recuperará su pulso y no será sencillo —ni agradable— caminar junto a estas hermosas embarcaciones amarradas a los noráis del puerto por gruesas estachas, el tráfico de camiones cargados con redes, provisiones u operarios que las pertrechan para la dura campaña índica, no lo harán posible. Y así, fase a fase, alcanzaremos la última. El tiempo apremia, las mercancías no esperan, las personas sí.

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