Maixabel


Tiene Iciar Bollaín una capacidad innata para meterse en jardines y...salir airosa. Elige, desde el inicio de su carrera como realizadora, proyectos arriesgados donde la mirada cómplice pone de manifiesto su apego a causas difíciles, controvertidas, comprometidas, con el fin de ofrecer al espectador material para la reflexión, el conocimiento y la emoción pura, sin almíbares o trampas que endulcen los temas que aborda, así en: Flores de otro mundo —la llegada de emigrantes a la España rural, la búsqueda del amor entre personas de ámbitos distintos—, El olivo —la especulación descarnada con la naturaleza, el apego necesario a las raíces—, También la lluvia —el conflicto abierto entre una situación ficticia: un rodaje cinematógrafico, y una real: la especulación con el agua en los barrios pobres de La Paz—, La boda de Rosa —la necesidad de apostar por una misma en el seno de una familia egoísta e incomprensiva—, Te doy mis ojos —la tenebrosa piel del terrorismo machista (basta ya de nombrarlo con el eufemismo "violencia de género"; de género machista, si acaso; pues se ha cobrado las vidas de 1078 mujeres a manos de sus parejas solo desde 2003, dieciocho años; bastantes más que el terrorismo de ETA durante sus cincuenta y un años de fanática existencia, 855 personas). Y ahora, Maixabel.

En el cine al que acudimos se sientan unas treinta personas, se trata del pase de las ocho de la tarde de un viernes de primeros de octubre; la oferta de estrenos es tanta y de tan marcado interés, una vez se han aliviado algo las medidas de la pandemia, que mi pareja y yo consideramos que esta será pronto desplazada por otras "con más tirón comercial", acabando por ser relegada al mercado de las plataformas. Tras haberla visto, nos felicitamos, pues esta película hay que compartirla en una sala a oscuras, con personas que ríen, callan o se emocionan al tiempo que uno; sería un crimen —con perdón— verla en el salón de casa. Entre el público —todos superamos la cincuentena, hemos conocido, por tanto, el terror de la banda durante gran parte de nuestra vida adulta— se hace un silencio gélido desde las primeras imágenes: un cuarto de baño, un espejo, un secador rojo se desliza, delicado, sobre un cabello del mismo color. Una mujer de mediana edad se arregla para salir a la calle; la sutil metáfora no alcanza todo su significado hasta que el sonido insistente de un teléfono — también rojo—, emerge machaconamente bajo el ruido del aparato: una vez, dos, tres…, la mujer lo descuelga y, a partir de ese instante, “nunca habrá en la vida nada que me haga alcanzar la felicidad plena”, revelará más adelante la protagonista. Después, las imágenes se precipitan en vertiginosa cascada hacia una joven que disfruta junto a sus amigas de una jornada de camping, una tía que aparece, extemporánea, y aquella que comprende: han asesinado a su aitá. La voz que brota esa mañana feliz de la garganta rota de la niña, el gesto trastornado por el dolor, habrán de acompañarla el resto de su días: “hijos de puta”, grita comprendiendo de manera brutal, nombra a quienes todos conocen, a quienes nadie denuncia.




Mas adelante se nos muestra la reconstrucción de los hechos: el tiro en la nuca, la huida, la quema de pruebas, la celebración canalla. De un lado han matado a Juan Mari Jáuregui, esposo y padre amadísimo, socialista, dialogante, también crítico —Lasa y Zabala, GAL, coronel Galindo—, amenazado, asesinado. Silencio. De otra parte, a un objetivo, un nombre como cualquiera; “¿su delito?, estar en una lista que alguien escribe”; pudo ser otro también su asesino (“lo echamos a suertes, a mí me había tocado la semana pasada”). Y el juicio, la mascarada, el dolor añadido de contemplar a los monstruos babeando bilis tras una urna de cristal, negando el proceso de un Estado “opresor”. Los años, la cárcel y la distancia, la separación de las familias harán el resto: mella en las cabezas más críticas, aquellas que se hacen preguntas y no hallan respuestas; las que comienzan a cuestionar, en la soledad de sus celdas, la obediencia ciega a unos “tíos mediocres”, alucinados, ajenos a una realidad que, como una vaharada de yodo marino, abandonase la playa de la Concha y permease entera la ciudad, oxigenándola; la sociedad tolera cada vez peor a los violentos, detesta el olor a pólvora, y poco a poco, decide dejar atrás el silencio, que no el miedo.

El dolor no se vivió igual fuera de Euskadi. Si acaso, con simpatía al principio —Carrero Blanco—, perplejidad y asco más tarde —Hipercor, casa cuartel de Vic—, angustia —Ortega Lara, Miguel Ángel Blanco—, rechazo y condena —Ernest Lluch—, total incomprensión y hastío —aparcamiento de Barajas—. Pero nunca más con omertá. Claro que vivir en Galicia, en Asturias —mi caso—, contemplar de forma tangencial, radiada, televisada lo que otros sufrían a diario: el rechazo de los vecinos, los insultos, las acusaciones de traidor, las dianas frente a la casa de uno pintadas por una banda de sicarios que amenaza y cumple. Los políticos, su cinismo infinito, “el rh”, los escoltas, el exilio, los pactos a uno y otro lado para alcanzar, mantener o perpetuarse en un poder regado con sangre. Ese vil, “lamenta, pero no condena”, esa coletilla tantas veces escuchada con un trasfondo de cielos grises, paraguas negros, miradas graves, valles verdes, hoscos: la patria vasca. Cientos de féretros llevados en hombros, capillas ardientes, heladas. “¡Pero, ¿qué quieren?!”, pregunta mi madre en las comidas de la primera adolescencia, frente a un televisor en blanco, negro, y mucho gris. “La independencia. Franco murió y ahora no quedan cojones en España que acaben con esos cabrones”, responde el abuelo cortando con saña su filete. Él vivió la guerra, él sabe.

Pero vaya si quedan. Ocurre que no son patrimonio exclusivo de los hombres. Hace tiempo que la palabra “cojones” se utiliza, en ocasiones, para referirse también a las mujeres, queriendo significar ese grado de coraje, de valentía necesaria para hacer frente a situaciones que, de otro modo, permanecerían enquistadas hasta el fin de los tiempos si de sus legítimos propietarios dependiese. Es el lenguaje del valor, de la necesidad de avanzar por encima de cualquier clase de violencia. Entonces, en una vuelta de tuerca más al lenguaje patriarcal, atribuimos a aquellas unos genitales de los que carecen, para poner de manifiesto el tesón que les sobra. Decir ovarios no sería lo mismo, semánticamente al menos, de momento. Ya hubo muchas, habrá más: Carmén Avendaño, Clara Campoamor,...Maixabel Lasa.

Esta, desde la dirección de la Oficina de Atención a las Victimas del Terrorismo, se plantea entrar en las ruedas de contacto con presos etarras arrepentidos. Se enfrenta a todo su entorno: a su hija —ella respeta, pero no comparte—, a los amigos y compañeros de su marido, a sí misma y...a los asesinos. No busca justificaciones. No busca arrepentimiento. No desea resarcimiento, venganza. Quiere mirar a la cara y, desde la serenidad, tratar de comprender: ¿qué empuja a una persona a destrozarle la vida a otra, a destrozar la suya propia? Las respuestas —toda vez superadas las siniestras patrañas que tratan de atribuir la responsabilidad a un ente, una organización criminal donde el libre albedrío parece quedar supeditado a una causa más noble—, no pueden ser más absurdas, sin sentido, inconsistentes y, hasta pueriles: “estás contra todo, y te acercas, y entras, y después, .... ya no puedes salir”, viene a decir un Luis Tosar inmenso —la voz rota, entrecortada, balbuceante; dubitativo y perplejo al comprender el abismo que se abre ante él: todo el dolor causado, carece de sentido—, a una Blanca Portillo —Maixabel rediviva, enorme— que le mira con ojos compasivos, en un generoso acto de expiación que marca el principio de algo diferente, ya imparable.

La presencia de ambos dentro del mismo coche —víctima y “victimario”, aquí no ha sido necesaria la intervención del Patriarcado para cubrir de cinismo las palabras—, durante el ascenso al monte Burnikurutzeta donde se celebra cada año el homenaje a Juan María Jáuregui, la aparición ante compañeros, familiares, amigos allí presentes; ante la hija que el delirio asesino ha convertido en huérfana, la ofrenda floral —”diez claveles rojos por el pasado, uno blanco por el futuro”—, de rodillas, ante el monolito de la víctima, sin humillación, con respeto profundo, y el regreso reconfortado junto a la viuda, al único espacio donde hay calor en esa campa tan verde, tan azul bajo un cielo limpio y cargado de esperanza donde entonarán un himno; ese gesto ha hecho más por la Patria Vasca que todos los partidos, bombas, discursos y panfletos habidos durante años.

Si mi punto de vista sirviese de algo, yo hubiese adoptado la actitud de la hija: hubiese comprendido, habría respetado, nunca perdonado. Me habrían faltado “cojones”, los que le han sobrado a Maixabel, a Ibón. Gracias a los dos.

Gracias, Iciar por llevarnos a tus jardines.






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