¡Hoy, tertulias!

 



Hemos agachado la cabeza. Más bien nos la han agachado los dispositivos electrónicos, en particular los teléfonos móviles. Basta ir caminando por la calle, sentarse en el asiento de un autobús o detenerse en un semáforo con la mirada alzada, para comprobar que el resto de nuestros congéneres avanzan observando uno. La idea de que toda una sociedad ha sucumbido al embrujo de la tecnología no es mía, sino del autor Bruno Patino que en su ensayo La civilización de la memoria de pez (Alianza) estudia la manera en que vamos dejando de relacionarnos de manera presencial para ceder ese espacio a las pantallas. Analizando el número de horas que una persona pasa al día frente a ellas —móviles, ordenadores, televisores, tabletas—, es fácil comprobar que es muy superior al que pasa cara a las demás, incluso en el seno familiar. Si a la anterior sumamos la percepción que tenemos de la realidad inmediata, donde ni un solo instante del día se puede “desaprovechar” —ya no nos sentamos a escuchar música, o en una terraza para “ver la vida pasar”; caminamos o hacemos ejercicio parapetados tras unos auriculares, esperamos bajo una marquesina sumidos en nuestro mundo digital—, obtenemos la sensación de un tiempo comprimido en el presente, en el que no existe pasado ni futuro: todo ha de ocurrir ahora, si no de inmediato, a lo largo de la jornada. Al día le restan pocos momentos en que no nos acompañe el mundo filtrado por los aparatos: ¿quién no se ha sentado en la taza del váter al tiempo que consultaba el correo o atendía WhatsApp o Instagram; despachaba Facebook o continuaba escuchando su podcast favorito? ¿Quién no se ha sentido azorado al verse obligado a responder una llamada importante desde ese lugar donde la sonoridad tiende al eco? Parece que solo mientras dormimos estamos a salvo de su influencia —que no de su presencia—, pues, a menudo, recibe nuestra última atención tras el beso de buenas noches a parejas o hijos, la caricia al gato o al perro si no se dispone de aquellos, o, antes de apagar la luz para descansar —caso de no tener ni pareja ni gato ni perro—. Por supuesto, comenzaremos el día dedicándole nuestra primera mirada, si no es Él quien nos solicita despertándonos. Necesitamos saber la hora, incluso el fin de semana; sobre todo en este, no se nos vaya a escurrir un instante sin hacer nada.


Dado que soy juez y parte del modo de vida que nos ha tocado, y no puedo ni quiero —del todo al menos— sustraerme al “mágico” influjo de lo tecnológico, me he parado a pensar de qué manera podría compensar tan tóxica costumbre. Concluyo que una tertulia sería la solución adecuada. Recuperar ese hábito “trasnochado”, como de otras generaciones, donde se hablaba de todo y no se llegaba a nada. Volver a disfrutar de la presencia de las personas argumentando, cara a cara, acerca de creencias, opiniones o pensamientos en modo verbal; y, a ser posible, intentando erradicar el gesto inmediato de bajar la cabeza al oráculo para refrendar, consultar o certificar cualquier aserto.


Ha habido tertulias literarias célebres, políticas (más durante las últimas épocas del Franquismo y primeras de la Transición), cinefórums (en cualquier ciudad de provincias, durante el final de los años setenta y principios de los ochenta; con motivo de la llegada a nuestro país de películas hasta entonces prohibidas por la censura franquista o que traían consigo pretendidos aires de modernidad, a menudo tediosa), sindicales (paradójicamente, cuando la situación laboral empeora a marchas forzadas respecto a las primeras décadas de la democracia, estas han desaparecido), bohemias (de ambiente nocturno, etílico; bajo una nube, ay, de humo de tabaco y mesas de mármol repletas de vasos y ceniceros rebosantes de colillas), en fin…


Si lo pienso, caigo en la cuenta de que participo hace tiempo en un par de estas: una, de ámbito laboral, periodicidad semanal y sin temática concreta; la otra, más diversa en cuanto a integrantes se refiere, de temática acotada, tiene carácter mensual. En ambas damos cuenta de la actualidad entre vinos y cervezas, risas y tapas. Las dos tienen en común cierto apremio, la necesidad de debatir en poco tiempo (un par de horas) las sensaciones experimentadas durante la semana o mes que concluye, aunque difieren en algunos aspectos. Así, la primera es desordenada, caótica: no se respeta turno de palabra alguno, las argumentaciones se pisan unas a las otras; a menudo se grita y defiende con vehemencia una cosa y la contraria, se habla de uno a otro lado de la mesa, alzando la voz y sin prever turno de réplica ni ofrecer oportunidad de rebatir. En definitiva, se sentencia más que se debate. La posibilidad de la duda es inconcebible para el “tertuliano laboral”, es más, se tiende al acoso y derribo de la idea del otro. Y no es extraño rematar una “faena” de exposición argumental con un, “tú no tienes ni puta idea”. Esta es la entrañable tertulia española, la del bar, la de toda la vida, la bronca y desabrida; aquella que, a falta de argumentos o razonamiento hilado, eleva el tono de voz y aplasta al contrario (en esta modalidad siempre hay contrario). En el segundo modelo de reunión tampoco se llega a conclusión alguna. Aquí acostumbran a respetarse los turnos de palabra, el número de participantes es limitado con el fin de que todos nos escuchemos y no se formen corrillos, el volumen de voz se mantiene siempre en los márgenes de lo educado. Por supuesto, no se conciben expresiones burdas o faltas de respeto. El tono que se adopta es, en general, más circunspecto, y, aunque el tertuliano defienda con firmeza sus postulados, hay cierta predisposición a dejarse permear por ideas que no son las de uno, o no se habían contemplado desde otro enfoque.


¿Podría concluirse que una modalidad es mejor que la otra, más enriquecedora, terapéutica o liberadora de tensiones? Probablemente sí,…y lo opuesto. Comparemos nuestro máximo espacio de debate, el Congreso de los Diputados —es un suponer—, con aquellos otros foros sin los cuales no se entiende nuestra forma de ser, los bares. De hacer caso a la manera de exponer ideas en el primero de ellos, en apariencia más civilizado, no sería extraño que acabáramos a porrazos y cuchilladas por las calles. Si atendemos al tono y calado de los mensajes que allí se deslizan, habría barricadas separando los barrios. Y eso, afortunadamente, no ocurre: los ciudadanos acostumbran a ser mejores que sus representantes. De otra parte, en las tabernas hablamos a menudo de lo que no sabemos—“si solo comentásemos aquello que conocemos bien se haría pronto un gran silencio”, dijo en una ocasión un sabio—, levantamos la voz, nos arrebatamos la palabra y zanjamos una opinión golpeando los nudillos sobre la barra. Pero en los dos supuestos nos vemos las caras, completamos con gestos y lenguaje no verbal nuestras exposiciones. No recurrimos a un emoticono que intente matizar el sentido de lo escrito cuando de móviles se trata. Tal vez si nos viésemos obligados a comunicarnos solo a través de Twitter, lo único que evitaría que nos degollásemos unos a otros sería, precisamente, no estar frente a frente.


Hoy, hay tertulias. Las dos tienen lugar este mismo viernes: la semanal en un par de horas, la mensual dentro de ocho. Debo reconocer que disfruto de ambas como un marrano en un charco de barro; el cerebro es capaz de desdoblarse, de acomodarse a la paranoia de ser tribal y civilizado en la misma jornada. Lo imperdonable sería tomarse a uno en serio, perder el sentido del humor, la capacidad de exponer ideas en contraste con las de los demás; dejar de reunirse, interactuar solo con pantallas de por medio.


En cualquier caso, y como aseguraba Manuel Vicent cuando acudía a su tertulia en el Café Gijón, “siempre tengo la desagradable sensación de que las mejores réplicas se me ocurren de camino a casa”.








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