El buen patrón

Resulta tan cercana, tan próxima, tan poco sorprendente que justo por eso es tan inquietante la historia que propone Fernando León de Aranoa. Cualquier espectador reconoce de inmediato a ese patrón paternalista, familiar, que sabe de nuestros problemas y los hace suyos de inmediato: nuestro bien o malestar no le son ajenos; no es posible que a él las cosas le vayan correctas si a sus trabajadores les va mal, lo contrario es inconcebible. Los destinos de todos —empleador y empleados— van soldados a lo largo de la vida, de una generación a la siguiente: pasan de padres a hijos a través de un nexo común, el negocio heredado. Todo en El buen patrón remite a la familia, pero en su peor versión: la cena de Navidad. En esta late año tras año un malestar soterrado que trata de acallarse a fin de “tener la fiesta en paz”. Los temas que de verdad inquietan no deben exponerse en la mesa, las personas que nos cargan —a las que cargamos— debemos mostrar una cordialidad de parvulario; solo el patriarca conoce los entresijos de todos, las miserias de cada uno de los comensales en esa pequeña sociedad. Como “El buen pastor” se cree en la obligación moral de apacentar su rebaño, mantenerlo lejos de cualquier amenaza —siempre que sirva con fidelidad perruna a sus intereses—. El peligro que él entraña no cuenta, este es, si acaso, un daño colateral, excusable. Él hace y deshace, a todos da o quita según un criterio no necesariamente ecuánime: es el jefe (patriarca), no se cuestionan sus decisiones, pues sabe lo que conviene a cada uno en cada momento y, como padre amoroso que es, en ocasiones ha de tomar decisiones dolorosas por el bien del clan, a sabiendas de que será a él a quién más duela. Resultado, en esa mesa festiva solo el alcohol viene a hacer soportable el tedio: por no decir las cuatro frescas que creemos se merecen los cuñados, o ese hermano idiota que ya apuntaba maneras en el cuarto compartido de la adolescencia —el sentimiento es recíproco, desde luego—, bebemos hasta la insania tratando de aplacar nuestro malestar. Será antes de los turrones, entre vapores etílicos, gritos de niño emperador y el volumen de la televisión elevado por la suegra a fin de acallar las voces ya irrespetuosas de los comensales, cuando comience un cruce de pullas hirientes que, destiladas durante un año entero —nos llevará el resto del siguiente tratar de enmendar— comenzaremos a emitir sin freno hacia los postres. Pero nos necesitamos para subsistir. La institución nos precisa para perpetuar la relación de poder. El vínculo solo se rompe con la muerte. A veces ni así.

Y son la vida y la muerte de cada asalariado los que pasan por el tupido filtro de densas relaciones que El buen patrón establece con ellos. Es la línea sutil que va del interés disfrazado de sinceridad por "los suyos" al golpe en la mesa —verbal, casi siempre—, el que se manifiesta en la opresión al colectivo. Ahí se mueve como pez en el agua nuestro patrón. Se dirige a sus empleados desde lo alto de una carretilla elevadora en los momentos dulces, desde la escalerilla a pie de nicho en los amargos; le embarga la emoción cuando despide a las becarias de la promoción anterior, se llena de amor por las nuevas cuando, abandonando la cálida atalaya de su despacho, baja a supervisar el culito de las que llegan. Entre bromas y chascarrillos se deja ver, querer, aduce necesidad de aire, de toma de contacto con la realidad. Se involucra en las vidas de su personal con el fino olfato de un sabueso, capaz de detectar aquellos aspectos que no están fluyendo como deben, que acaban por manifestarse en el correcto devenir de su única preocupación verdadera: la “casa”, la que dirige con mano firme al timón. Un despido nunca es tal, sino una oportunidad para el que se va, pues se lleva consigo un bagaje de valor incalculable allá donde arribe (poco importa que se tengan más de cincuenta años, se esté en proceso de divorcio, o haya niños al cargo). Los trabajos después de hora, en jornada festiva, sin remunerar, no se conciben sino como una cadena de favores a la que unos y otros se prestan en una suerte de “hoy por ti…”. Los suspiros pacientes, comprensivos, siempre incómodos, al fin necesarios, insoslayables con que el “padre” debe arrostrar los problemas de sus “hijos”, ponen de manifiesto hasta qué punto vive para ellos sin dejar de vivir para sí. Durante la proyección uno cree adivinar que el jefe disfruta más con el buen discurrir de su grey que con la correcta marcha de la firma. Es un espejismo. Nada le interesa más que esta. Por ella es capaz de los más incómodos desvelos, las relaciones más tóxicas, los más indignos sacrificios, las mayores mentiras y los más rastreros ardides. De manipular, extorsionar, engañar, rebajarse a fin de lograr su objetivo: obtener el galardón empresarial de ese año a la excelencia: "¿verdad que es una bonita palabra? ¡Excelencia!”.

Guante de seda, mano de hierro; paternalismo y servilismo a manos llenas. Nuestro tejido empresarial, en suma. ¡Y gracias, si no te gusta ahí está la puerta!

Nada he dicho de Javier Bardem, sublime en la interpretación de ese patrón que te hace olvidar que se trata de un actor para ver al jefe de taller al que acudes a dejar el coche antes de la ITV; al ferretero de pueblo donde compras el material para las chapuzas en verano (“Susi, cariño, acompaña al caballero donde los taladros”); al dueño del restaurante, Los maragatos, que en la virgen de agosto porta el pendón hasta la ermita durante el día, y se va de putas con el teniente de alcalde durante la noche: “mira Jose, hay unos terrenos de los que quería hablarte”, le espetará sentado a una mesa baja, frente a dos ucranianas de bandera. Bardem parece hacer su trabajo sin esfuerzo aparente, da la sensación de que el mayor engorro para él sea someterse a la sesión de maquillaje; el papel semeja estar pegado a su piel, formar parte de esta —tic en el habla incluido—; mirada cansada, condescendiente, por encima de las lentes metálicas; sonrisa de triunfador, expresiones coloquiales "en el gremio" que hace suyas —nuestras— con naturalidad pasmosa: “Rafa, una botella de vino; del bueno, por favor... Y..., vamos a ver, Miralles, ¿cuánto hace que nos conocemos tú y yo?”. Todo es reconocible, turbador en ese patrón que por demasiado próximo parecemos no ver; toleramos a pesar de sus maneras reprobables, asquerosas en ocasiones. 

Estupendo el plantel de actores secundarios que dan cuerpo, credibilidad y consistencia a una película que, de no ser por ellos, aparecería descompensada, no sería fiel a la historia que se nos cuenta, y eso sería imperdonable en una empresa como Básculas Blanco, pues sobre la fidelidad pivota toda la narración, "aunque en ocasiones esta haya de retocarse un poco". Enorme Manolo Solo —Miralles, desnivelado por la infidelidad de su esposa—, Celso Bugallo —servil y agradecido hasta la muerte—, Fernando Albizu y su guardia de seguridad ilustrado, maestro de la rima asonante.

Fernando León, firme en su apuesta por el cine social, hace una denuncia sutil, despiadada, llena de guiños al humor inteligente; vuelve a sorprendernos en el difícil ejercicio de contarnos una realidad que, por cercana y asimilada, se nos muestra a menudo transparente. Y es que trabajar de manera digna, respetuosa y bien remunerada debería ser un derecho, no una deuda que se contrae de por vida.


 




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