El desconcierto

 

Contemporáneo de la generación de La Movida, donde la pericia instrumental sucumbía al desparpajo bizarro, no dejo de asombrarme cada vez que tengo ocasión de contemplar el trabajo de las bandas actuales, y son multitud…

Si han llegado hasta aquí estoy de enhorabuena. Buscaba anclar mis referencias y me he dado cuenta de que no iba por buen camino. Y es que cuando alguna manifestación artística nos desconcierta —humanos como somos, “qué soporrr”—, enseguida acudimos a caminos trillados, sendas transitadas por las que caminar sin perdernos; así nos encontramos cómodos, cerrando los sentidos a la capacidad de sorpresa, al estupor o el deslumbramiento. De pronto, nos sentimos viejos entre los jóvenes al no comprender sus códigos, al no saber por qué saltan cuando saltan; por qué se emocionan de repente, se sujetan con más fuerza a la butaca al arranque de una melodía; por qué se levantan de improviso y, a voz en cuello, corean con los músicos una estrofa que nosotros, perplejos, entendemos a la décima repetición, fuera de contexto. Pero, ¿acaso no se va —también— a eso a un concierto?: a sentirse desconcertado, sorprendido, desarbolado, ¿mágicamente engatusado con propuestas nuevas que uno no lleva mascadas de casa? Una canción que nos suena tras haberla escuchado en una radio —3— de confianza, un buen amigo prescriptor —¡Toño!—, o la casualidad de un festival que quiso encontrarnos en la ciudad —Underfest Vigo— se conjuran en ocasiones para llevarnos a lugares mejores. Entonces lo sensato es abandonar la orilla, saltar al río, dejarse llevar por la corriente, abrir los poros y empaparse de sonoridades desconocidas, ritmos que beben sin complejos en fuentes antiguas y se ponen al día con textos contemporáneos —o no, Cant de la Sibil-la es medieval—. Al fin todo se reduce a siete notas, veintisiete letras… Y un universo de combinaciones donde lo importante es el alma que sus creadores insuflan.

Y en este dúo —más los coros de Tarta Relena, más el productor y bajista David Soler— hay mucha alma. La voz limpia, cristalina como un arroyo de montaña de María Arnal, nos habla del amor y sus desvelos, del desamor y el vacío que deja en la cama una vez se aleja; en los corazones, en la memoria que, atónita, no sabe qué hacer con los recuerdos en común. Ella le canta al consumo, al feroz bombardeo publicitario, al despiadado sinsentido a que nos somete nuestra socialdemocracia, panacea de todos los males que orilla, en cambio, a los que no llegan, a quienes se quedan en los márgenes. Nos lleva de cabeza a las estrellas —literal—, a un cosmos ignorado, ninguneado, mero decorado de un viaje del que no nos sentimos concernidos sino cuando se nos habla de turismo espacial: delirios de millonarios. Arnal —y Bagés, no sé en qué medida colaboran en los textos— sitúan en nuestro imaginario el desasosiego paciente de un radiotelescopio que escucha, en medio de una selva —Arecibo—, El gran silencio en que estamos inmersos, ese que cambiaría nuestro rumbo de quebrarse algún día (no estoy tan seguro, es posible que aun escuchando, permaneciésemos impasibles, a nuestras cosas, compartiéndolo en redes sociales si acaso, para olvidarlo pasados unos instantes). Por de pronto lo que se ha roto es el radiotelescopio, ¡ay!: qué escena tan triste la de esos cables que revientan dejando caer la óptica —o lo que sea—sobre el enorme espejo, las columnas viniéndose abajo en mitad del bosque: las mejores intenciones humanas convertidas en sucia ruina tropical. 

Pero cambian de tercio. Nos conmueven hasta el paroxismo al situarnos en la incómoda escena donde, “mientras ella canta y él toca, mientras todos escuchamos, respiramos… mientras, durante, después… ellos siguen ahí, ochenta años después…” Los cadáveres de las personas asesinadas durante la Guerra Civil Española continúan sembrando las cunetas, emergen de improviso al tratar de cimentar una urbanización, mudos, silenciosos, ignominiosos; interpelándonos a todos para vergüenza de una sociedad que no ha sabido cerrar sus heridas, ofrecer piedad y duelo, reconstruir lo que el odio enterró y, ¡oh infamia!, “aparecen abandonados al tiempo, arropados por el lodo…”. Parecería una demanda anacrónica, como de un tiempo lejano que debamos olvidar para pasar página, … si la herida no siguiera abierta: aunque ya no sangre, supura. Y huele. Véase si no La ley de Memoria Democrática (14/10/2021), calificada por la derecha reaccionaria como “innecesaria y revanchista”. Entonces, la espléndida voz, transformada ahora en susurro de María Arnal, añade más drama a esos 45 cerebros y un corazón.

O se hace murmullo —Murmuri— que crece, deviene grito que acompaña a la ruptura; deseo irrefrenable, doloroso, inevitable. Y también “la vida plena, el canto a la vida, SÍ”, por más que haya “trampas y engaños, palabras sin letra, imágenes sin vida, y un arma cerca de la mano”, al final se impone la esperanza —o así quiero verlo yo—. “Atreverse al deseo, a aquello que no vemos y en cambio, es”, hermosa declaración de intenciones condensada en una palabra, Ventura; reminiscencias antiguas y vigencia universal: ́lo por venir´, en otras acepciones: felicidad, suerte, contingencia o casualidad, riesgo o peligro. Todas válidas, todas las suscribo. Estímulos sin los que la existencia pierde la sal para convertirse en sucesión de momentos anodinos. María i Marcel transforman esta aventura, la dotan de una cadena de metáforas prodigiosas de las que uno, ciertamente, desearía formar parte. Será cuestión de intentarlo.

Y así avanza el desconcierto, entre la emoción y la perplejidad, la sorpresa y el desbordamiento, la electrónica y las voces nítidas de Arnal y las Tarta Relena en los coros (ellas dotan de corporeidad y voz a propuestas altamente emotivas): Tú que vienes a rondarme, Cant de la Sibil-la —mejor no traducirla, asoma el Dios vengativo, rencoroso,  frente al compasivo, piadoso—. Magnífica ambientación escénica donde las luces aportan la plástica que se suma al todo: voces, coros, coreografías, además de texto y música, rematan una proposición aventurada, vibrante y novedosa que aún trato de descifrar días después. Y es que, bajo ese velo sutil, se encuentran muchas cosas: cuidados, ecología, colaboración, amor y su contrario, deseo y su complementario (¿odio?), fragilidad, fascinación por ese universo colosal donde somos ruidosa gota de agua que “los otros”, de existir, desearían ignorar. Quizás la actitud correcta sea dejarse arrastrar por la magia, la irreflexión, el sentimiento pleno.

Por finalizar, en Arnal i Bagés no se enfrentan tecnología y tradición, se amalgaman; inteligente tendencia entre los músicos de esta generación que no intentan “matar al padre”, romper con épocas precedentes para significarse, buscar su voz, su cauce expresivo, contarse y contarnos —sobre todo a los advenedizos, ganados ya para su causa— aquello que les conmueve tratando de conmovernos. Lo expresaba de forma magistral Antonio Muñoz Molina en una columna reciente: “Mozart no mata a Haydn, sino que lo llama ´padre´ e incorpora a su genio sus conocimientos… Y el maestro, limpio de ese recelo que puede intoxicar la mirada del hombre viejo hacia los jóvenes que irrumpen como de la noche a la mañana, tiene también la generosidad de apreciar y de admirar el trabajo del recién llegado… igual que, unos años más tarde, ya en la vejez, el del joven Beethoven”.

En este país —ochentas, noventas, siguientes— acostumbra a matarse al padre. Pero, ¿hay necesidad, en verdad no hay nada que pueda aportar la anterior generación de artistas? Es de celebrar que haya quien dirija hacia atrás una mirada ávida de conocimiento y la incruste después en la lectura del presente más rabioso. Por seguir con las referencias: Silvia Pérez Cruz, Lorena Álvarez, Manel, Nacho Vegas, Rodrigo Cuevas, Califato ¾, Niño de Elche... O, de otro modo, reutilizar, reciclar, reducir; crear desde el sí a la tradición, a la tecnología, a la ausencia de panfletos. Bienvenidos al corazón.

María Arnal i Marcel Bages:
45 cerebros y un corazón, bueno.
Clamor, mejor.







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