Madres paralelas, otra película necesaria

 

Parece que las películas que en el último período he tenido ocasión de ver pasen todas por el lugar común de “necesaria”. Así me ha ocurrido con Maixabel, El buen patrón, Yalda, la noche del perdón o, la más reciente, Madres paralelas. En los cuatro casos, y tratando de resumirlas —con osadía e insuficiencia— en una sola frase se abordan: la posibilidad del encuentro entre asesinos y víctimas en el desaparecido contexto terrorista de Euskadi, a fin de reconstruir una sociedad más esperanzada en Maixabel; las turbias relaciones paternalistas entre jefe y empleados en El buen patrón; la mirada distante a la relación entre justicia, mujer, y consumo en la sociedad iraní con Yalda; o la necesidad imperativa de volver la vista atrás para exigir la apertura de las fosas del franquismo, mientras quede quien pueda reclamar los cadáveres de los asesinados durante la dictadura, o sepa dar cuenta de dónde se encuentran estos en Madres paralelas. Me disculpo por el resumen, siempre impreciso. 

Se trata de cuatro miradas sobre cuatro temas vinculados por  la necesidad de saber. Ahondar en aspectos que, por conocidos, no dejan de ser enriquecedores cuando se contemplan desde una óptica valiente, serena y oportuna. La cuestión podría ser, ¿es sólo a mí a quien ha tocado en serie esta secuencia de filmes?, ¿es tendencia que los narradores converjan de manera espontánea en determinada temática social?, ¿es algo que está en el aire, que han puesto en el agua? ¿A qué esta necesidad de reenfoque que últimamente llega a las pantallas —también a la literatura, Patria, Fernando Aramburu; o a la música, 45 cerebros y un corazón, María Arnal i Marcel Bagés— aportando miradas nuevas sobre temas viejos? Será que no lo son tanto —viejos, quiero decir—, o que no están cerrados, o lo han hecho en falso con el riesgo futuro que ello conlleva. En el caso del terrorismo, el desconocimiento de aquellos sucesos por parte de la generación que ahora alcanza la mayoría de edad es francamente preocupante; los intentos de la Administración por hacer llegar dicho conocimiento a los alumnos en las aulas, sonrojantes: parece que haya una intención manifiesta por poner paños calientes a todo, por “cogérsela con papel de fumar”; por no llamar asesinos a los asesinos y víctimas a  las víctimas no fuera a ser que algún acuerdo de gobierno se desbarate. Eso no es memoria, es maquillaje. Diez años después del cese de la violencia de ETA, de su derrota policial, social y política, es como si hubiera miedo a romper esa frágil paz de la que ahora disfrutan en Euskadi —disfrutamos todos—, no pudiera “mentarse la soga en casa del ahorcado" no fuera a ser que… En mi opinión, los que han sufrido la violencia en familias, amigos, calles, plazas y pueblos durante tanto tiempo; a los que han asesinado a un compañero de partido, profesión, simpatía política, afición o causa —aun en las antípodas de la mía— no se merecen ese trato, ese velo delicado que intenta mostrar la que fue una realidad salvaje sin herir a nadie; los que hemos crecido con la atrocidad de la barbarie abriendo los telediarios durante nuestra adolescencia y juventud nos hemos formado ya una opinión al respecto —caiga esta del lado que caiga, allá cada cual—, pero, que a quienes vienen detrás se les intente ofrecer una versión edulcorada de la maldad, del fascismo ejercido por una parte minúscula de la sociedad en nombre de un delirio nacionalista, nos hace a todos cómplices. De modo que si cada uno de nosotros no ofrece —hasta donde alcance su ámbito o influencia—, su versión de los hechos, su punto de vista razonado y congruente, todo el dolor y la injusticia acabarán por transformarse en una anécdota que el poder manipulará según sus intereses. Un filtro de color instalado en una aplicación telefónica que disfrace el recuerdo de un tiempo cruel.

Algo de  eso creo haber visto en la película de Pedro Almodóvar. Como los grandes, siempre cuenta la misma historia: la realidad pasada a través de su tamiz (Woody Allen, Tarantino, Sorrentino..., reconocibles desde la primera escena); en este caso se sirve de una ficción rocambolesca, —el intercambio en la incubadora de una maternidad de dos bebés a sus madres; no tan disparatado si pensamos que ocurrió algo similar en el hospital de San Millán de Logroño, año 2002—  para llevarnos al campo —literal— que le interesa: el de la necesidad urgente de abrir las fosas de los asesinados durante la dictadura franquista —todas— y sacar de ahí los restos de quienes nos interpelan desde hace ochenta años. Pues los hijos, y los hijos de los vecinos de quienes fueron “paseados” están muriendo o lo han hecho ya. La memoria sobre lugares, fechas y causas se está deshaciendo como las piedras que los entierran en la intemperie de las cunetas, a merced del viento y la lluvia, resquebrajados por los hielos y el sol de cada jornada que pasa. Por no abrir viejas heridas hemos llegado hasta aquí como se pretende hacer llegar a la generación que ahora cursa bachiller o secundaria respecto del terrorismo criminal de ETA, sin memoria activa, tal vez para no herir sensibilidad alguna y continuar “avanzando”, como pollos sin cabeza. En falso. Pero, somos memoria, sin memoria no es posible la vida. Al margen de las actividades cotidianas que somos capaces de hacer de memoria: hablar, escribir un texto, movernos por la ciudad, preparar la comida, tocar un instrumento, tejer un jersey, ... y tantas otras, infinitas, somos la memoria de lo vivido, nuestros afectos y existencia están hechas de un hilo inmaterial llamado memoria. Bien lo saben los que padecen la enfermedad de alzheimer, sus familiares. Por tanto no es baladí, necesitamos saber quiénes somos, de dónde venimos, qué ocurrió, para poder saber hacia dónde vamos, qué queremos. Y eso a nadie se le escapa, ni siquiera a las fuerzas reaccionarias de la derecha española encabezadas por Mariano Rajoy, quien en su día se vanagloriaba de no invertir un euro en Memoria Histórica —y Almodóvar recoge con acierto, para su vergüenza, en la película—; o al cantamañanas, Bertín Osborne, calificando aquellas “como cosas del pasado que a nadie importan ya, y carece de sentido revivir”. Tampoco importan, a las personas (!) como él, dónde está enterrado Franco ni en qué calles o plazas se honra —¡todavía!— su memoria y la de sus compinches. Si tan poco importa, ¿por qué no retirarlos definitivamente? ¿Cuál es el inconveniente para no ofrecer piedad a quien la necesita, a quien precisa sacar a su abuelo del lugar donde le pegaron un tiro y llevarlo al nicho de su familia para hacer allí su duelo? No en una cuneta “abandonado al tiempo, arropado por el lodo, cerca de alguna urbanización” (Arnal i Bagés)

Pues parece que sí, que importa perpetuar hasta el infinito ese deseo delirante de vencer, humillar y borrar todo recuerdo de quien se opuso a la ignominia del alzamiento fascista, ilegal y ferozmente represivo. Ojalá, al menos, la película de Pedro Almodóvar se vea mucho fuera de España, muestre al mundo un país pretendidamente moderno con las cunetas llenas de cadáveres, camino de la desmemoria que el totalitarismo —de vuelta en toda Europa— nos legó.

Respecto a la trama que conduce a la aldea y las fosas, a la memoria de los abuelos y el pueblo como útero —Arcadia añorada y primaveral con macetas de flores en calles y balcones, patios con plantas creciendo en latas de pimentón—, se llega a ella de manera irregular, confusa, forzada y lenta a mi parecer. Este espectador tarda en comprender hacia dónde le quiere llevar su autor: si hacia el drama atroz de una madre que pierde a su hijo y sabe del hecho de manera fortuita; hacia varias historias de amor abiertas, oportunas (acordes con los tiempos lgtbi+); hacia el problema siempre irresuelto de la conciliación laboral en España, la maternidad juvenil, la necesidad de seguir el instinto y perseguir un sueño contra viento y marea (el personaje de Aitana Sánchez Gijón). No sé, todo es confuso, arbitrario. Podía haber rematado con las fosas del franquismo o con la derogación de la Ley de la Reforma Laboral siguiendo el mismo cauce. En todo caso, me alegro de que haya escogido la Memoria Histórica (ya Memoria Democrática), y manu Almodóvar/Penélope Cruz se conozca internacionalmente esta realidad que continúa doliendo en nuestro país.

Penélope, soberbia en su interpretación de esa fotógrafa en extremo delgada, de andares “escarranchados”. ¡Qué magnífico guiño al tiempo —y a la madurez interpretativa— este segundo parto ante las cámaras! En esta ocasión sin Pilar Bardem (¡Centro!) ni Alex Angulo (¡Tony!), aunque con una España bastante menos gris (igual de desmemoriada) que aquella otra de Carne trémula; Aitana, perfecta: madura, serena, contenida y bellísima doña Rosita. Elejalde, excelente, estupendo contrapunto al plantel de mujeres que le rodean. Milena Smit, aliento fresco, dota de ternura desvalida a esa madre soltera y confusa que no duda en tomar —animal— las riendas de su maternidad cuando esta le es "devuelta". Rossy de Palma, comedida, que no es poco conocidos su carácter histriónico, su voz poderosa e impactante imagen. Hace creíble el personaje que representa. Julieta Serrano, transforma en oro molido cada segundo que Almodóvar le ofrece ante la cámara. ¿Se entenderá fuera esa referencia castiza al “¡pinche, doctor, que yo ya tengo el cuerpo como un alfiletero!”? ¿Esa madredería? ¿Habré escuchado bien? Creo que el  palabro se repite en dos ocasiones. 

En resumen, otra película... necesaria, y son ya unas cuantas. ¿A ver si  al final lo van a ser todas en este Cine que se nos muere entre las manos?: viernes 22 de octubre, ocho treinta de la tarde, sala con 300 butacas en el centro de Vigo (300.000 habitantes), segunda semana para Madres paralelas, Pedro Almodóvar. Veinte espectadores, ¡ay!




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