Driveways

 

Driveways (El verano de Cody). Andrew Ahn.

Cody, un chaval a punto de cumplir nueve años, y su madre, viajan desde algún punto de Michigan a Joplin (Misuri) para hacerse cargo de la vivienda y los bienes de la hermana de esta, recién fallecida. Encontrarán una casa atestada de trastos y un vecindario agradable, cortés, que los recibe entre servicial y curioso. La mujer que ha muerto, aunque buena persona a decir de sus vecinos, no era demasiado sociable. Mientras madre e hijo se instalan de manera precaria en la que no saben si será o no su casa en el futuro —el plan inicial es venderla y regresar a Michigan—, el niño traba amistad con un vecino octogenario, veterano de la guerra de Corea. La madre descubre que apenas conocía su hermana (una discusión en el pasado, motivada por quien de las dos debía ocuparse de la madre de ambas, las había alejado sin remedio). Entre los objetos que colman ese espacio atestado de recuerdos, ninguno remite a un pasado familiar común: ni una foto, un cuadro o un souvenir que vincule las dos vidas.

El crío no encuentra acomodo entre los muchachos de su edad, sensible e introvertido, prefiere la compañía de su viejo vecino. Junto a él se siente arropado, comprendido, estableciéndose una camaradería que se verá truncada cuando la hija de este acude a buscarlo: desea ingresarlo en una residencia próxima a su lugar de trabajo, a miles de kilómetros de Joplin, en Seattle.

Es fascinante comprobar como una historia sencilla —en apariencia— puede contener todo el sentido de la vida, como esta fluye a través de unos personajes en principio antagónicos, con intereses manifiestamente diferentes que acaban por converger impulsados por el azar, para acabar separándose en virtud de las decisiones. Aquí se nos muestran dos factores: casualidad y albedrío como polos que rigen la vida de cualquiera, en cualquier época, de toda extracción social. Se exponen con sensibilidad y certeza los vínculos intensos, estrechos que llegamos a establecer a lo largo de nuestro tiempo, con personas que nada tienen que ver en el ámbito familiar o de vecindad; irrumpen en nuestras vidas y, en ocasiones, se quedan para siempre; o, por el contrario, se alejan aun estando vinculados al núcleo original. En este aspecto la película recuerda al film de Clint Eastwood, Gran Torino. El anciano salió un día de su pequeño y anodino pueblo en el centro del país con su amigo Eddie, con pocos años más de los que está a punto de cumplir Cody; haciendo autostop terminaron en California, patearon San Francisco de punta a cabo, allí conoció a la que sería luego su mujer; se cartearon y cortejaron durante años hasta que ella se trasladó finalmente a Montana para casarse. Después, la guerra, la vuelta al hogar, el trabajo, los hijos, el tiempo escaso dedicado a ellos, la obsesión por darles una vida mejor, una educación; aquello que siempre quiso decir a su mujer y nunca llegó a expresar, su muerte, la soledad, y, de pronto, … cincuenta años, la vida que ha transcurrido veloz. “Daría lo que fuera por encontrarme de nuevo en aquella esquina con mi amigo Eddie. Haríamos lo mismo, pero más despacio, disfrutando de cada momento”, masculla en alto sentado en el porche de la casa que está a punto de abandonar, el niño abrazado a su espalda inmensa.

Los caminos se separan del mismo modo que llegaron a encontrarse, la melancolía del anciano que deja tras de sí toda su vida, la ilusión del chaval que la comienza; un lugar diferente, lejos del pueblo que abandonaron de manera fortuita, azarosa, y que ya, empiezan a no echar de menos.



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