Reflejos del Prado y mucho más

Con su particular manera de interpretar El Museo del Prado se presenta en el Real Jardín Botánico, Alberto García Alix. En grandes composiciones de hasta 100x100 centímetros superpone imágenes de una amplia selección de cuadros que le inquietan vivamente. Impresiona un negativo 6x6 donde realiza dos y hasta tres tomas en blanco y negro, positivándolas juntas después. El resultado es una extraña disposición de pinturas reconocibles en las que, como los planos de una falla donde se aprecian los diferentes estratos, vemos al mismo tiempo el todo y las partes. Tributo a los maestros de la pintura clásica – Velázquez, Goya, El Greco, Rafael, Alberto Durero…- que atesora la colección. En ocasiones se inserta a sí mismo en ellos logrando audaces autorretratos. Entonces, su rostro aparece perfectamente mimetizado en obras como El Cid, de la autora francesa Rosa Bonheur. En otro caso reúne a Santa Bárbara y García de Médici (Parmiginiano, 1522; Bronzino, 1520) consiguiendo una figura singular que remite a los retratos picassianos. O a un Felipe IV avejentado, decadente, al que superpone Las meninas: introduce en la pintura de Velázquez al rey, que en su obra más famosa solo era sugerido como reflejo en un espejo, posando al lado de su esposa. O extracta fragmentos del Triunfo de la muerte (Brueghel el Viejo) convocando a un mismo banquete, alrededor de un gran mantel blanco, a la guerra, la desolación, el amor indebido – representado en la esquina inferior derecha del cuadro original–, docenas de esqueletos, cadáveres y moribundos implorantes presididos por esa mesa a la que nadie se sienta ya. Juega con los desenfoques – tal vez le salgan así tras las rápidas tomas que, asegura, hubo de realizar –, de los que arranca sugerentes figuras, siendo las mismas resultan distintas: Cristo muerto sostenido por un ángel, de Durero, Autorretrato, de Goya, etcétera. Un enorme trabajo de varios años en los que el fotógrafo leonés rinde tributo a los clásicos de la pintura, dejando muy atrás esos años en los que, junto a otros fotógrafos asentados en el Madrid de los primeros ochenta, pusieron cara y actitud a aquella lejana Movida.

Enhorabuena.

En la sala anexa los galardonados del Premio de Fotografía ENAIRE 2022, una convocatoria impulsada por el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana que desde hace varios años trata de promover la fotografía como medio de vida. Este año han resultado galardonados los autores Miguel Ángel Tornero, José Guerrero y Soledad Córdoba. Tal vez el planteamiento resulte anodino o falto de interés cuando aparece escrito, pero, cuando uno se sitúa ante las composiciones, tanto de premiados como de seleccionados, se da perfecta cuenta del altísimo nivel de calidad y apuestas diversas – todas relevantes – que este medio de expresión ha alcanzado en nuestro país. Haciendo un ejercicio de memoria, y sin ánimo de comparar, el salto generacional en cuanto a propuestas temáticas, intereses y técnicas empleadas por estos autores, y los de generaciones como el citado García Alix, están a años luz si pensamos en los orígenes de todos. Cuando Alberto retrataba ese Madrid que trataba de dejar atrás la caspa y el olor a sacristía franquistas, se desplazaba al Rastro o pateaba las calles donde las bandas de rock y los primeros artistas plásticos comenzaban a descollar, en un Madrid vindicado como castizo, cañí; estos nuevos fotógrafos recorren el mundo sin complejos y lo retratan desde ópticas osadas, personalísimas. Mezclan estilos, fraguan realidades diversas, o recurren a composiciones clásicas reinterpretándolas con desparpajo y personalidad. Cito de memoria la Torre del telégrafo “Codorniz” del autor, Javier López Benito, donde sobre una colina se alza una construcción abandonada a la que se llega por un sinuoso camino flanqueado de estructuras anexas. Representa el pasado de las comunicaciones relegado en favor de dispositivos eléctricos que hicieron de él un edificio poéticamente moribundo, por mor del talento del fotógrafo. O el Viaje a Persia (AB Anbar), Manuel Espaliú Martínez, en que nos descubre, a través de la representación de diferentes cisternas de agua o “AB Anbar”, el viaje realizado en el siglo XVII por el extremeño García de Silva y Figueroa por encargo del rey. Fue la primera persona occidental en reconocer las ruinas de Persépolis –Alejandro Magno ordenó destruir la ciudad en un gesto que hace flaco honor a su apellido –, en reconocer los signos cuneiformes como sistema de escritura; como a menudo ocurre con nuestros viajeros y descubridores, sus hallazgos han pasado desapercibidos en nuestro país. Pienso en Pedro Páez, Villanueva de las Cebollas (Madrid), descubridor de las fuentes del Nilo Azul que pretendían atribuirse los escoceses. O en el soriano fray Tomás de Berlanga, descubridor de las Islas Galápagos doscientos años antes de que Charles Darwin acertase a pasar por allí.

Pero, volviendo a la fotografía, sorprenden el primer y segundo premios: un originalísimo collage fotográfico de naturalezas superpuestas, casi caóticas que la composición ordena; y su contrario, un paisaje sin figuras donde, en un pequeño patio pintado en tres colores, se ordena una estricta geometría formada por luces y sombra, sin personajes humanos, o sugeridos tan solo en la mirada del autor y su elección, en las personas que pudieron construir ese espacio.

Pura poesía visual. La fotografía tiene futuro, mucho.

Uniendo reyes y espacios, no es justo olvidar al promotor de este Real Jardín Botánico, el rey Carlos III, quien con su concepción y construcción regaló a la ciudad de Madrid un espacio-bálsamo en el centro de la urbe, hoy contaminada y estridente. Pasear sus caminos de grava, escuchar el rumor de árboles que un día fueron exóticos, las fuentes que refrescan el tórrido ambiente de la tarde madrileña; embriagarse con los aromas de cientos de especies florecidas en este verano sofocante es tan gratificante, después o antes de visitar cualquier exposición, que no podemos más que agradecer a su promotor tan bella idea.



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