Chakapum, la rumba catalana

Siempre es emocionante dejase sorprender por propuestas a las que uno se muestra tradicionalmente refractario. En este caso el género, Musical. Tal vez los prejuicios, la falta hábito o formación, una actitud envarada ante este tipo de oferta o la ausencia de obras de mi interés hayan conseguido que permaneciese ajeno a este mundo fascinante y singular. La producción de El Terrat y su obra Chakapum logran que conecte con el espectáculo y salga agradecido e ilustrado. Pues de eso va la obra, de buscar en las raíces de la música popular española los orígenes de esa variante tan… ¿nuestra?: La rumba catalana.

A través de la figura de un músico real e imaginario a un tiempo, Litus, se intenta contar al espectador de donde procede esa mezcla especial de músicas que confluyen en la rumba, de raíz catalana en concreto. Esa que dio lugar a figuras legendarias como Peret, o universales vía olímpica como Los Manolos o Los Gipsy Kings y su Bamboleo. Para ser honesto, esta es la parte que menos me agrada de toda la función: esa búsqueda de las raíces en el son cubano, en los sonidos ultramarinos de ida y vuelta, la pizca de sal que aportan los ritmos anglosajones, o la pimienta que ponen el flamenco y las juergas gitanas se hace, a mi entender, farragoso y poco clarificador. Al final, el espectador se queda sin una idea clara de esa semilla y se han ido diez minutos de espectáculo, los actores y bailarines se han caracterizado de sesudos profesores – fórmulas incluidas- para tratar de explicar lo inexplicable, el comienzo de una manera de hacer canciones.

El personaje de Litus, alter ego del músico que acompañaba a Andreu Buenafuente en su programa Late Motiv, es el hilo conductor de una historia que nace en un barrio obrero del cinturón industrial de Barcelona a principios de los noventa. El chaval recuerda los momentos de felicidad en que su padre se arrancaba a tocar la guitarra en las sobremesas; la alegría que le provocaba ese arranque de dicha espontánea en el salón familiar; la armonía que, en su memoria, permeaba la vida entonces. Tenía doce años, corría el año noventa y dos y España, a través de las Olimpiadas de aquel año celebradas en Barcelona, mostraba al mundo su faceta más moderna y progresista. Atrás quedaban para siempre los oscuros años de franquismo y la caspa que nos acogotaba ante Europa. En esa exposición ante el mundo nos mostramos sin complejos, tirando de alegría y sonido popular, digerible, aquellos con los que a lo largo de varias décadas habíamos convencido al planeta de que España era diversión, alegría de vivir, para disfrutar cantar, canta y se feliz. Peret lo había pregonado antes en Eurovisión con más pena que gloria, aunque con dignidad superlativa.

Pero, ¿cómo evoluciona ese sonido? ¿De dónde viene esa alegría? ¿Qué estimula a unos músicos que recorren saraos, restaurantes, campings y juergas de señoritos o turistas a lo largo de la Costa Brava o el Maresme barcelonés? A través de la carrera de este artista -que decide serlo ante la franca oposición de sus padres-, el público se torna partícipe de las penurias de una vida difícil e inestable: el músico no siempre es apreciado con justicia, valorado como profesional. En el caso de la rumba muestra, además, la cara más amable de un país, de una sociedad o colectivo.

En la obra se hace cumplido homenaje a quienes fueron referentes del género en aquellos años setenta bizarros y divertidos; los que forman parte insoslayable de nuestra memoria colectiva: el gran Gato Pérez (Gitanitos y morenos); Rumba Tres (No sé qué tienen tus ojitos); Los Amaya (creo que no sonó su magnífico, Vete); Peret, por supuesto; caracterizado, además, como El rey de la rumba en una suerte de Elvis rumbero y entusiasta; conocedor de los secretos de la emoción gitana y mentor, incluso desde ultratumba, de nuestro narrador, Litus. Memorable la anécdota, inquietantemente real, de las vicisitudes del “pelotazo” Bamboleo, cuya adaptación de un tema clásico de origen venezolano hicieron los Gypsy Kings, y se apropió el que más tarde se convertiría en su representante. La realidad, la ficción, lo de siempre…

Se dedica amplio espacio a glosar esa forma tan característica de tocar la guitarra llamada El ventilador: rasgueo de las cuerdas de la guitarra con los cuatro dedos de la mano y el pulgar a continuación, al tiempo que se percute sobre la caja del instrumento. Imprime a la melodía un ritmo particular, reconocible de inmediato, vivo, bailable; convierte el tema en una fiesta: no existe – o al menos la desconozco- la rumba triste, reivindicativa, sesuda; esta es, ante todo, desenfado, diversión. Capaz de levantar a un muerto de su tumba y ponerlo a bailar; de la silla de cualquier chiringuito de playa, sala de fiestas o celebración, convirtiendo toda reunión festiva en esa palabra de difícil traslación a otra lengua: un sarao. Ello a pesar de las penas que puedan traspasar la vida del músico, como nos deja claro el personaje de Litus: no es solo que el éxito se muestre esquivo, sino que han de pagarse las facturas; los bolos son infinitos y a menudo mal pagados, los desplazamientos constantes. Eso sí, la tristeza no es opción: el rumbero ha de mostrar siempre su cara más amable, en permanente disposición para el júbilo y el baile. El público paga por divertirse, no le interesan los problemas de quien se sube al escenario.

Mención especial para la interpretación. Un elenco de cinco actores y cantantes, incluido el personaje principal, logran hacer creíble la propuesta con muestras constantes de dinamismo y alegría de vivir. Se mueven por la escena de manera vertiginosa, al punto de temer por ellos: un esguince de tobillo parece la menor de las consecuencias a sus locas coreografías: atrevidas, divertidas, llenas de colorido y constantes cambios de vestuario. De pronto, se monta un mercadillo con una docena de vistosas telas de colores, y así se ilustra la herencia gitana del fenómeno rumbero. O escenifican una reunión ataviados cual cantantes de góspel para plasmar la decisión de Peret de ingresar en la Iglesia Evangélica y abandonar la música: un drama.

La escenografía se apoya en el movimiento constante de tres grandes paneles unidos; sobre ellos se proyectan imágenes, sombras, se ilumina con acierto; sirven de marco a bailarines y músicos para ofrecer riqueza escénica, ambientes diversos con gran economía de medios. Sobre ellos contemplamos la triste, solitaria madrugada urbana del músico, las olas del mar, las azoteas de la ciudad portuaria, la fórmula de la que parece estar hecha la rumba. Un hallazgo.

La música se ofrece en directo – no podría ser de otro modo-, capitaneados por el gran Pablo Novoa que defiende, además, con notable solvencia un personaje de patriarca gitano. Guitarrista, percusionista y baterista, trompetista y guitarra flamenca, junto al mencionado Litus, aparecen al comienzo del montaje sobre el escenario para dirigirse luego a sus puestos bajo este. Desde allí participan del espectáculo impregnándolo de júbilo incontinente o melancolía oportuna, siempre al servicio de la narración. Para abandonarlo, al final, acoplados al resto de actores: desde la escena a los camerinos a través del patio de butacas a ritmo de Kiko Veneno, un catalán muy fino. Volando voy, volando vengo, enamorao de la vida, aunque a veces duelaaaa…

Espectáculo total, documento sonoro, homenaje oportuno, idea brillante o testimonio de una época en la que muchos – me recuerdo entre ellos- hacíamos de menos la rumba en favor de ritmos más “modernos”, casi siempre anglosajones: Talking Heads, Roxy Music, The Cure, David Bowie…El tiempo enseña que pueden convivir perfectamente, no hay por qué renunciar a nada: cada momento tiene su música y…Chakapum.

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