Patrimonio

Titulo así esta crónica porque es lo que uno encuentra cuando llega a lo alto del cerro de Garray, Soria, y contempla lo que ha ido dejando cada una de las culturas que se han ido sucediendo desde el siglo II a. C. hasta hoy mismo. Sí, se continúa sumando “patrimonio”, no siempre útil o bello, al entorno donde un día estuvo la ciudad de Numancia. En la misma explanada en que reciben al visitante, se puede apreciar la base de un monolito que nunca llegó a alzarse. Data del año 1842 y no soportó el obelisco para el que fue construido. El encargado de inaugurarlo, Alfonso XII —delicada y sensible alma que espetó a su joven esposa en el lecho de muerte: «Cristinita, si muero guarda el coño y ándate siempre de Sagasta a Cánovas y de Cánovas a Sagasta»—, no encontró tiempo para hacerlo. Otra basa, fechada en 1905 y levantada a unos pasos de la anterior, fue, esta sí, inaugurada por el hijo del monarca anterior, Alfonso XIII. Aunque el hombre no fuese tan aficionado a las excavaciones arqueológicas como a los caballos, automóviles, deportes elitistas, fornicio, o coleccionismo sicalíptico (sugería vibrantes argumentos para las películas que encargaba a cineastas de la época; juzguen, sino: El confesor, Consultorio de señoras o El ministro, todas en internet). Pero, después de todo, no nos fue tan mal. Al menos el gasto se ciñó a dos bases de hormigón y un monolito (fálico, claro), en comparación a otra huella patrimonial que —inevitablemente— uno aprecia más al oeste, cuando llega al recinto y escucha la introducción histórica de la guía. En el medio exacto de un hermoso bosque de pinos se elevan, majestuosas, tres estructuras colosales que se corresponden a otros tantos edificios destinados a servir como sede a la Ciudad del Medio Ambiente (estos de aire más sinuoso que el monumento de hormigón, tal vez porque su principal valedora es mujer). Todos los ciudadanos hemos contribuido a pagar esta ruina que ronda los cincuenta y dos millones de euros, y aún hemos de darnos por satisfechos: los edificios previstos eran ocho; los chalets anexos (¿para quiénes?), ochocientos. Sus promotores, desde el gobierno autonómico de Castilla y León, pretendían explicar con este delirio el ciclo del agua, estimular la sostenibilidad, promover las energías alternativas, relanzar la economía en la despoblada provincia soriana y… ¡la puta que los parió! La diputada María Jesús Ruiz, adscrita a las filas del partido conservador, logró que el congreso aprobase la ley que sacaba adelante este disparate, ante la perplejidad de todos los grupos ecologistas y oposición. Pocos años después, el gobierno de la Unión Europea paralizó las obras. Pero ahí sigue —seguirá— el esqueleto de hormigón para vergüenza de vecinos y visitantes, veinte años después. El recuerdo del senador soriano, D. Ramón Benito Aceña, que sufragó de su bolsillo tanto el monumento inaugurado por Alfonso the thirteen, y costeó el Museo Numantino de Soria, donde se guardan y exponen los materiales procedentes de las excavaciones, se ha perdido en la bruma del tiempo.

Mas, así es la vida, e igual enterraron los romanos bajo sus cimientos la vieja ciudad de Numancia. Les sirvió como excusa el que los numantinos hubiesen cometido la “torpeza” de acoger a sus vecinos, refugiados de Segeda, y hallados culpables de haber ampliado sus murallas —la población crecía—. Contravenían de ese modo el pacto firmado con el fallecido senador romano, Sempronio Graco, que lo prohibía expresamente. La ocasión de doblegarlos estimuló las ansias de más riqueza y poder al ambicioso Publio Cornelio Escipión (apodado “El africano”, tras haber reducido a cenizas la ciudad de Cartago). Una vez hubo alterado el calendario romano —por motivos administrativos y militares debía nombrarse el cargo de cónsul en Roma antes de la primavera; de otro modo, el periodo anual no sería capaz de albergar la campaña guerrera: esta tiene lugar en verano, cuando el clima es más propicio—, y después de reunir a sesenta mil soldados pagados de su bolsillo atravesó la península itálica, los Alpes, los Pirineos y se presentó ante los muros de la ciudad íbera.

Escipión sucedió a una serie de generales que habían fracasado ante los muros de Numancia un año tras otro. Cuando querían empezar a guerrear se les había echado el invierno encima: faltos de aprovisionamiento, los soldados morían de hambre o frío. Los locales, más adaptados al duro clima, lograban contener de este modo el avance romano. Pero Publio Cornelio, en el año 134 a. C., logró rendirlos luego de someter a un cerco implacable el cerro de la Muela. Lo rodeó con una empalizada de nueve kilómetros de longitud en la que alternaba torres de vigilancia cada treinta metros; además, excavó un foso y usó en su provecho las zonas pantanosas colindantes. En la parte baja de la empalizada situó catapultas; tras ellas, miles de soldados. Finalmente, rindió tanto a numantinos como segedenses por hambre y sed: prefirieron suicidarse antes que entregarse a los romanos y ser hechos prisioneros o esclavos. Así lo cuenta Cicerón en sus escritos. Aunque, al parecer, fuentes historiográficas actuales coinciden en que lo que impulsaba a estos era dejar este mundo con honor, la posibilidad de continuar como guerreros en una vida futura. Esposas e hijas —los hijos en edad de empuñar un arma corrieron igual suerte que sus padres—, les siguieron a su última morada. Es una pena que la consejera conservadora no estuviese a la altura de sus compatriotas —en cuanto a honor se refiere—. «El africano» tan solo pudo llevarse cincuenta de aquellos guerreros ante el Senado como botín de guerra.

Lo que los arqueólogos encontraron en una primera excavación fue la ciudad romana levantada sobre los restos de la numantina: una calzada norte sur de la que partían calles perpendiculares, aunque con esquinas a diferente altura para tratar de contener el cierzo feroz. Posteriores excavaciones hallaron los restos del asentamiento original en los que se aprecia una planta más “caótica”. Solo en apariencia, pues esa estructura de calles trazadas sin regularidad alguna los protegía con eficacia del viento y el sol serranos. Los íberos en modo alguno carecían de talento para el urbanismo o la arquitectura. Parece que los moradores de época prerromana estaban muy unidos a su territorio, explotaban con eficacia sus recursos y progresaban en una tierra con una climatología muy adversa. Se dedicaban a la caza y la ganadería en los densos pinares, robledales y encinares que rodeaban un área hoy despejada de arbolado, sembrada en la actualidad de girasol, cereales y… faraónicos edificios inútiles. Fueron los vencedores quienes deforestaron los montes —para levantar la empalizada que los sometió, primero; las grandes obras de ingeniería romana, después—, transformaron así un modelo económico que serviría mejor a sus intereses. De ganaderos, los pobladores celtíberos pasaron a agricultores. El excedente de población masculino (las familias no podían alimentar a más de tres hijos) se incorporaba como mercenario a las legiones.

Las viviendas reconstruidas en el poblado de Numancia recrean los estilos celtíbero y romano, muestran similitudes y diferencias en función del uso que se daba a estas y el número de familiares que albergaban. Por supuesto, también de la fortuna de sus propietarios. La guía que nos acompaña en la excavación llama nuestra atención acerca de la casa de un rico ciudadano romano. Médico de profesión, esta se distribuida en amplias estancias orientadas al sur, a resguardo del viento, extramuros de la población, y con buenos muros de piedra. Los hogares de los residentes romanos tras la ocupación, e incluso las del periodo anterior a esta, acostumbraban a ser de adobes secos; estancias abigarradas y oscuras donde la familia compartía espacio con los animales —aprovechando el calor que desprendían sus cuerpos—, y los aperos de labranza, forrajes para su alimento y utensilios dedicados a utilización doméstica.

La mayoría de los objetos hallados en la excavación se encuentran en el Museo Numantino. Excelente edificio ubicado en el centro de la ciudad de Soria que alberga, en las tres plantas dedicadas a exposición, restos de esqueletos de animales prehistóricos. Impresionan el enorme colmillo de un mamut lanudo encontrado en Ambrona, su mandíbula, o una gran vértebra; armas de guerra, monedas de distintos periodos históricos, y alfarería de origen celtíbero, romano o musulmán. Resultan hermosos y fascinantes los objetos de orfebrería, joyas y elementos de empleo común, como la pequeña fíbula en forma de yegua (que no caballo, por motivos evidentes) que se ha convertido en símbolo de la provincia. Paseando por sus salas llama poderosamente la atención un grupo algo disperso que observa con especial curiosidad las vitrinas. Van ataviados como personajes de otro tiempo: calzan botas de cuero anudadas a las piernas con correajes, vestidos de sayal, cascos que imitan el bronce, faldellines, chalecos de piel, cantimploras de barro cocido; los varones portan armas (imitaciones, estamos en un museo), cuchillos de doble antena al cinto, y se dejan largos los cabellos o las barbas: visten y muestran el vestido y aspecto toscos de aquella época. Tal vez se inspiren para sus atavíos en los elementos que encuentran allí: este mismo día ha tenido lugar una representación teatral del cerco de Numancia, en el mismo lugar donde hace veintidós siglos ocurrió el hecho histórico. Parece que la cultura ha podido con la guerra, al menos de momento.

 

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