Luis Paret en el museo del Prado



Contemporáneo de Goya, en sus inicios se disputó con él la fama y los trabajos, aunque con menos fortuna. Expulsado de la corte a Puerto Rico por Carlos IIII (un turbio asunto de amantes y líos de faldas en favor de su joven protector, el príncipe Luis), perdió la oportunidad de mostrar su valía en la cercanía de Madrid. Aunque dejó ya entonces retazos de su genio en la pintura al ofrecer una parada de carrozas y personajes de la alta nobleza en la Puerta del Sol, hoy irreconocible frente a la que observamos en el cuadro. En la misma escena mundana mezcla cortesanos y gente del pueblo llano: vendedores de frutas y escenas galantes en primer término conviven con la parada de carruajes frente a la iglesia que ocupa el segundo. En el obligado exilio caribeño se pinta a sí mismo en pose que recuerda al Jovellanos de Goya: sentado y con los atributos propios de un pintor de cámara, incluso resalta el color rojo de las suelas de sus zapatos, que parece ser derecho exclusivo de los artistas próximos a la realeza. Emociona La joven dormida en una hamaca: luces, sombras y planos superpuestos en una escena apacible de marcado carácter orientalista. Introduce en el interior un elemento exterior, la hamaca. La joven muestra un pecho descubierto mientras descansa sensual; ante y tras ella el autor nos muestra jarrones de cristal, símbolo de la fragilidad femenina y motivo recurrente en sus pinturas. El brillo y colorido de un vestido descuidado, un zapato tirado en el suelo, y la placidez yacente de la joven remiten al encuentro romántico que ha tenido lugar hace escasos minutos. En La tienda de Geniani, costumbrista y en apariencia prosaica, una madre admira un objeto –una diadema- ante un comerciante sentado frente al mostrador; al tiempo su hija la importuna reclamando su atención. Se trata de una petimetra, más pendiente de los asuntos de la moda que de la propia hija. Junto al techo, colgadas al lado del muestrario de telas, dos máscaras: comedia y drama, como la propia vida. En El rezo del rosario un niño y una niña rezan junto a su aya en la cocina de la casa. La niña, sentada y obediente, mira de frente al pintor; el aya dirige su mirada codiciosa a una bolsa con monedas en el suelo; el niño cruza la vista hacia la ventana a su derecha con aire melancólico. El conjunto traduce una cita amorosa: la cuidadora ha recibido dinero por quedarse al cargo de los niños mientras la madre parte al encuentro de su amante. El chico la extraña al dirigir su mirada a la ventana, la niña permanece ausente y reza. La mujer cobra y calla. Una vez más el cristal delante y detrás de los personajes: la fragilidad de la mujer, ay. Y es que las cosas del amor habían de representarse de manera velada en el siglo XVIII, no existían Tinder o las redes sociales. La Santa Inquisición no había sido todavía abolida. Paret firma un gran Baile de máscaras en un teatro de la capital. Son reconocibles muchos de los integrantes de la vida cortesana de su tiempo: los disfraces habían de ser muy discretos entonces, pues dichos bailes llevaban tiempo prohibidos. Con esmerado detalle nos muestra arlequines y pierrots, polichinelas y “barbarojas”; damas, ministros y funcionarios se sitúan en la platea del teatro que se alza a sus espaldas como un actor más, los palcos repletos de espectadores en actitud festiva. El autor centra nuestra mirada en la dama de amarillo a la que un grupo rodea y reverencia, aunque sea la que viste de azul, a su izquierda, la protagonista de la escena. Se desfigura de manera intencionada a los ocupantes de los palcos que, en cambio, ocupan la mayor parte de la obra.

Pero es la Presentación del príncipe Fernando VII a la nobleza y la iglesia en presencia de sus padres la que pasa por ser su obra maestra. Sentado junto a Carlos IV y Maria Luisa de Parma, su hijo asiste al besamanos que la nobleza le prodiga, presidido por las autoridades eclesiásticas. Las dimensiones colosales del templo frente al tamaño de los asistentes -se distinguen claramente mientras esperan su turno de honores- llevaron al autor a diseñar un boceto con que trasladar los volúmenes a la obra definitiva, mediante un ingenioso sistema de hilos y una trama que reubica las proporciones. Dicho borrador se encuentra en el Museo del Romanticismo de Madrid, en la calle de San Mateo.

Maravillan las pinturas de pájaros y animales de la colección particular del príncipe Luis por precisión, colorido y detalles. En especial el retrato de una cebra, extraño animal de los que existía nada más que ese ejemplar en España. Imagino lo que debía suponer su sola contemplación.

Al regreso de su destierro se instala con su esposa en Bilbao y recibe el encargo de pintar una serie de puertos de esa costa norte: Pasajes, Bermeo, San Sebastián son recogidos con absoluto detalle en radas, abras y bahías; muestra, además, los trabajos relacionados con el mar y el tráfico intenso de mercancías en alguno de los puertos más activos de la península – el de Bilbao ostentaba el monopolio de las labores del tabaco -; pero, no solo, porque el pintor opta, en algunos casos, por poner en primer término escenas de la vida galante junto a descargadores portuarios, estibadores, trabajadores de los muelles, etcétera. Una decisión repetida la de querer mostrar diferentes motivos de la vida que se suceden a la vez. Tal vez nos insinúe que el marco de sus obras es incapaz de atraparla en su totalidad. Contemporáneo de Giacomo Casanova, con quien posiblemente coincidió en nuestro país, fue testigo de su tiempo y dejó constancia en su trabajo de las múltiples tretas con que sortear las trabas impuestas al amor, y lo hizo con elegancia sin par y arte de primera. Resulta una suerte haberlo descubierto.

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