Alex Katz en Madrid
No ocurre lo mismo con los personajes del pintor neoyorquino Alex Katz, de quien se ocupa estos días la retrospectiva en la planta baja del mismo museo (11 de junio -11 de septiembre, 2022). La figura omnipresente en su obra es Ada, su propia esposa, a la que retrata una y otra vez a lo largo de sus setenta años de exitosa carrera. Ada, sofisticada, enigmática, reconocible, cambiante... ¿inmortal?, el tiempo dirá. Lo cierto es que, en la búsqueda constante de un estilo, de un personalísimo modo de contar, Katz parece renunciar al detalle, los matices, las infinitas tonalidades que definen un rostro para centrarse en el color, en la expresividad; la mirada abstraída de alguien inmerso en el fragor de la ciudad, la tranquilidad del estudio o el húmedo deambular de una mujer que camina una mañana de invierno en la urbe y se ve sorprendida por la paleta del pintor. Ada con sombrero y abrigo rojo, los labios del mismo color: Red Coat, 1982; o vistiendo impermeable y pañuelo en tonos anaranjados con motivos cachemir que cubren su cabeza: llueve en torno a ella, el agua resbala bajo el paraguas azul. También, retratada en escorzo con una sencilla cinta azul que recoge su pelo castaño y precede a una sonrisa de mirada abstraída. Trazos gruesos, amplios volúmenes que desbordan el marco del cuadro de enormes proporciones. Una apuesta decidida por los tonos intensos, puros, fuertemente contrastados. Aunque no solo. Pues en la elección de los motivos, en la gestualidad de sus retratados se intuye una serenidad que va más allá de lo que la pintura insinúa. Queda en la mente del espectador el deseo de saber más acerca del instante que anima a sus modelos, sus sensaciones en ese momento, la impresión que motiva esas sonrisas apenas esbozadas, la vista perdida en un punto de fuga que trasciende la mirada: como cuando miramos sin ver, o nos recreamos en lo que sucede ante nosotros de manera inconsciente, ensimismada. De donde nos cuesta regresar en ocasiones. Así ocurre en las figuras que leen o contemplan el paisaje en bañador, a la orilla de un lago, quizás el mar: las miradas se cruzan, dialogan consigo mismas, se pierden en la lectura o la visión del entorno. Lo mismo en la reunión de artistas a los que el autor invita a su estudio neoyorquino: The Cocktalil Party, 1965. Mujeres y hombres charlan en pequeños grupos que pueblan el cuadro, parecen no escucharse unos a otros, poner poco o ningún interés en aquello que, sin embargo, parecen oir, como quien pensara en otra cosa al tiempo. Momentos recogidos en el inconsciente de unos interlocutores que parecen estar ausentes.
Con los paisajes ocurre algo similar. La naturaleza de parques urbanos o bosques aporta la excusa para liberar al color; los vastos formatos, los fondos cuasi monocromos que ocupan el lienzo, dan paso a una sutil, leve figuración de troncos, hojas, copos de nieve o sombras que insinúan instantes precisos, mágicos, de cuento infantil, casi naif. Tonalidades naranjas como base, negras arboledas por contraste, una valla apenas sugerida; un hayedo sobre el que parece nevar, ¿o son, tal vez, las hojas que agita una brisa leve? Matices de verde donde se anticipan troncos grises. Y las flores. Hermosos, enormes lirios que desbordan el marco del cuadro con definición precisa, una paleta simple de blancos y verdes que destaca intensa sobre el color teja en segundo plano. Rose Bud, 1967, grandes rosas rojas con pétalos que recorren la gama de ese color, proyectadas sobre verde aguamarina. Apple Blossoms, 1994, delicada composición donde conviven las tonalidades verdes y blancas, con el oscuro gris de los troncos en exquisita ambientación beige. Casi treinta años separan ambas obras, y otros treinta del momento presente, pero parecen que las dos hayan sido pintadas ayer. Lo mismo Black Hat #2, 2010, impactante figura femenina tocada con sombrero, gafas y vestido negros donde el detalle preciso de rostro y cara se difuminan y los pálidos labios se resaltan. El retrato, rabiosamente contemporáneo, desborda el marco una vez más.
Aunque lo realmente revelador es que Katz continúa emocionando después de décadas reafirmándose en un estilo particular, reconocible, que forma ya parte del imaginario colectivo: fiel a su instinto, a una manera tan personal de abordar sus trabajos que permite distinguirlo a un golpe de vista. Aun con la mente muy lejos, ausente, presa de otras divagaciones.
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