Museo del Romanticismo

Visita pendiente desde que en, Madrid, de Andrés Trapiello, el escritor se refiriese a este como aquel al que la reforma no sentó nada bien. Parece que con ella se fueron por el sumidero del tiempo, su aire decadente, los desconchados, los nobles suelos de madera crujiente, el polvo y olor a humedad de mobiliario y enseres, ¡el romanticismo!, en fin. Por perder, perdió hasta el nombre: pasó de Museo Romántico a Museo del Romanticismo. De la mano del autor recorro su jardín interior y lo imagino a él, durante docenas de horas muertas, inmerso en la lectura en sus primeros años de la capital. Cuando el éxito era aún insospechado, o se refugiaba en ese patio después de llevar a sus hijos al colegio; postergaba la vuelta a casa, los encargos alimenticios, la escritura meticulosa, tenaz de esos diarios que darían lugar a su Salón de pasos perdidos: vivencias nacidas del acontecer cotidiano, obcecado, paciente y —doy en pensar— desalentador demasiado a menudo; serían más adelante condensadas en una serie de novelas que acabarían por sacarlo del anonimato. Lo imagino aún joven, alto, delgado, atractivo (como en la foto de Flor Pinto, 1979, que comparte con sus lectores); sentado en el banco junto a la fuente, las piernas cruzadas, abrigado tal vez; vistiendo trenca o gabardina, o un jersey de cuello vuelto, tan de moda en aquellos primeros años ochenta; levanta la vista del libro entre las manos para dirigir la mirada hacia la palmera que se yergue esbelta en una esquina del patio. Escucha el rumor cadencioso del agua en la fuente, la brisa que agita las hojas del laurel que crece pegado a una de las paredes. Los macizos de plantas rodean los estrechos caminos de grava. El autor, en proceso aún de serlo, abriría los ojos que había cerrado un instante por descansar la vista, contaría las nubes. Estas corren veloces a través del rectángulo de luz que circunda las cuatro paredes del recinto. La vida transcurre afuera con otra cadencia. Son los años ochenta; es la agitación de La Movida, los vertiginosos, locos años donde todo parece suceder en los bares, las calles, las plazas; los tugurios y salas de conciertos donde “o se estudia, o se diseña”. Trapiello, en cambio, lee en un jardín solitario que atesora entre sus paredes el alma de hace más de un siglo: vive en un tiempo pasado; como ese que, en el mismo instante, afuera, discurre agitado, convulso. Ha de pasar también. La idea de que, tal vez, pudiera acontecer en la mente del escritor que la vida del exterior no le concierne, y es precisamente en ese jardín donde se encuentra a gusto, a salvo, constituye una imagen precisa de romanticismo: no la renuncia a lo demás, sino la elección de lo propio.

Por otra parte, el museo alberga en sus salas el alma de una época también impetuosa, pero que igual murió hace tiempo. Ya se sabe, «… Todo lo que hoy recuerdo con media sonrisa, fue en su día intenso como un huracán», cantan León Benavente en Líbrame del mal. Los retratos de Fernando VII y su hija Isabel II; Mariano José de Larra, paradigma del romanticismo suicida en esa pintura que ilustraba los textos de nuestro lejano bachillerato. Las guerras de Marruecos pintadas por Fortuny. Los cuadros con escenas orientales: ruinas entre palmerales, caravanas de camelleros… Las casas de figuritas con estancias tan realistas, tabicadas y prosaicas como aburridas; las gruesas alfombras, los sillones aterciopelados; las pinturas de vestidos donde aún parece escucharse el ligero murmullo de tules y tafetanes al pasar de damas petimetras; caballeros envarados, bigotudos, graves; muñecas de porcelana en el interior de herméticas campanas de cristal, sus ojillos de vidrio intentan insuflar vida y restan, en cambio, cualquier rasgo de humanidad. Tan siniestras como frágiles. ¡Y algún cuadro taurino! De cuando el caballo del picador no llevaba peto y, demasiado a menudo, moría despanzurrado en la plaza: «¡más caballos!», gritaba un público atroz. La plaza dividida en dos mitades para mayor espectáculo (!). Son los tiempos de la rivalidad entre Pedro Romero y Pepe Hillo, maestros de estilos bien diferentes, tanto en lo personal como en lo artístico. 
Parece que el museo se nutrió con las aportaciones de D. José Ortega y Gasset y su círculo de amistades, quienes se sumaron tan enérgica como tardíamente a esta corriente de procedencia europea. De ella nacieron los versos de poetas románticos, —Espronceda, Bécquer—   que memorizamos en la escuela: «Con cien cañones por banda…», y cualquier cincuentón sería capaz de repetir, al menos en su primera estrofa.



Merece la pena visitar el Museo del Romanticismo, aunque solo sea por viajar en el tiempo a una época donde todo sucedía de manera tan intensa y vibrante como la que hoy vivimos y estaba, ay, condenada a desaparecer, como todas. Por imbuirse de aquel espíritu bien entendido, sacudirse el almíbar lúbrico de las letras del reguetón, o los lamentos cansinos y falsos de ese "flamenquito" que para algunos/as pasa por ser "romántico".

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