Lecce

En la cantina del tren comparto terraza con una tropa de chicos que viajan a Lecce desde Brindisi. Los observo reír, comer con apetito -sólo a ellos: devoran grandes bocadillos como si  no fuese a amanecer mañana -, bromear, ayudarse con las maletas, fumar (los menos) ... Despiertan en mí  la envidia insana de quien no ha salido de su ciudad para estudiar. ¡Qué no hubiera dado yo por dejar mi casa a su edad y vivir un tiempo en un lugar como Lecce! Bella, manejable, a pocas paradas en tren de tres mares épicos ... El programa Erasmus -hay quien le dice Orgasmus- debería ser obligatorio para cualquier persona, en especial las maduras, una vez se ha perdido la mirada limpia que ellos tienen, y nos habita un escéptico (que habrá de convertirse en cínico con el tiempo, ay), quizás este intercambio ayudase a mejorar nuestra convivencia. 


Musica barroca en la iglesia de San Antonio, una señora friega con esmeró entre los bancos, sobre el altar un andamiaje se eleva hacia el techo: la eucaristía del Ferragosto aguarda a pesar de las obras de restauración del templo. No están los tiempos para perder fieles, ni siquiera infieles, que paguen religiosamente por hacerse un selfie en la Asunción de Santa María, la basílica de la Santa Cruz o la parroquia de San Mateo Evangelista. Al menos San Antonio es gratuita, el santo es patrón de los imposibles.


El caldo, calor italiano -precisa denominación: uno se guisa en sus propios jugos- no remite, a pesar de la brisa que revolotea entre las faldas, también las oscuras y gruesas de los curas. No quiero imaginar lo que ocurra de alzacuellos para abajo.


Al callejear por el casco  histórico salgo a hermosas, recoletas placitas, callejones que no conducen a parte alguna: mueren al pie de una puerta, un garaje, una tapia encalada con una azotea en lo alto, donde entre macizos de azaleas y jazmines se yergue una maceta con un plátano, una palmera o un limonero. Lejos del fragor de las calles principales, atestadas de tiendas de souvenirs, no es difícil imaginar a sus moradores sesteando al rumor de una fuente, absortos en la lectura de un libro o viendo la vida pasar con indolencia. 




De vuelta al centro encaminó mis pasos hacia el anfiteatro romano, o lo queda de él: tan solo la tercera parte de una obra colosal, singular, como muestran los paneles explicativos que lo rodean en un intento vano de mostrar su grandiosidad, hoy sepultada por los cimientos de edificios contiguos. En rigor, se lo han comido las sucesivas construcciones; lo que no se entiende es que hayan dejado esta muestra testimonial, inútil, y en mi opinión, vergonzante, de una obra que debería ser simbólica del pasado glorioso de Lecce. 




Dedico la hora del aperitivo a resolver problemas de orden administrativo con las empresas de viajes. Entre tragos de cerveza - carísima- y bocados de pizza, trato de mantener la calma ante las aplicaciones informáticas, los servicios de ayuda al cliente y los operadores latinos que los atienden: un dechado de ineficacia al otro lado del mundo y de la tarificación 902. ¿Sabían ustedes que estos números obligatorios son gratuitos desde hace tan sólo ocho meses? Piensen en ello la próxima vez que se enfrenten a una batería de preguntas absurdas con latino/a -todo mi respeto para ellos, no para la labor encomendada- al final. Me alejo hacia la estación de tren pensando en los problemas de los viajeros clásicos. ¿Tendrían Jane Morris, Bruce Chatwin, Richard Burton o Manu Leguineche inconvenientes similares? ¿Se encontrarían también con lugares atestados de gente embobada ante una iglesia, una pirámide, una plaza o una pintura? Tal vez tratar de seguir sus huellas no sea tan recomendable en tiempos de vuelos low cost. Pero en fin, siempre nos quedará su literatura. 


En la estación se me acerca un hombre mayor que quiere saber mi origen, viste sandalias, bermudas y camiseta sin mangas. Lleva una bolsa ligera al hombro y no tiene dientes. "Me gustan los españoles, se parecen a los italianos. Yo soy de un bonito pueblo cerca de aquí, Coregianno". Mas tarde me invita a comer y dormir en su casa. Le agradezco desde el aturdimiento provocado por el calor y el enorme porro de marihuana que se fuma un negro subsahariano -tiene la bondad de compartirlo con todos aquellos que aguardamos al tren-, las estaciones han sido siempre lugar de encuentro de chaperos y gente generosa. Cuando el hombre se aleja busco Coregianno en internet; es cierto, es un lugar muy bonito, "con un gran castillo en el centro". A la entrada, una moderna escultura muestra una frase atribuida a Séneca, "la morte pareggia tutto", la muerte todo lo iguala. Sea. 


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