Gallipoli
Bien pertrechados y asegurados avanzamos milla a milla, aparejando las velas a son de mar hasta alcanzar Gallipoli, doce horas después. La barca - en Italia es femenina- ha cumplido su cometido, el viento ha rolado desde un noroeste intenso a uno flojito por la aleta de babor, para terminar en una suave empopada. Hemos izado todas las velas y realizado todas las maniobras, no ser puede pedir más. Ahora contemplamos Gallipoli desde el mar, como lo hicieran bizantinos, normandos o aragoneses hace algunos siglos: una isla dorada por el sol de Poniente, amurallada y defendida por su castillo imponente; hoy unida a un istmo por el puente Juan Pablo II (!). Cuando atracamos suenan las campanas de una iglesia cercana; todo recuerda a Cádiz - más pequeño y peor conservado- donde la vida bulle en calles y callejones, ahora tomadas por el turismo y las tiendas de recuerdos, aunque resistan los ancianos tomando el fresco a las puertas de sus casas o vecinos que abren las ventanas de comedores y salones para que circule algo de brisa. La vida sale a las calles, entra indiscreta en los hogares; en el ocaso, sobre un horizonte violeta, destella el faro de la isla de Santa Andrea, las terrazas se llenan de parejas con velas entre ellas, el paseo junto al muro que rodea la ciudad vieja es una Fiesta -"bajo un manto de guirnaldas revolotean las faldas para que el cielo lo vea ..."-, es Serrat descifrando el Mediterráneo.
Veintiún felicidades hermosas y alegres como tú, como esta ciudad.
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