El rapto de Europa
Trato de reflexionar unos instantes
en la sala 015A del museo de Prado. Accedo a la invitación que me brinda la
cortesana en La fábula de Aracne, la única que dirige su mirada al
espectador y parece solicitar su concurso en la disputa que tiene lugar ante
ella. Intento imaginar qué movería a Velázquez a concebir tal obra. Hago uso mental
de las notas que preparé antes de la visita y se me ocurre lo que sigue:
«Velázquez observa a Rubens
mientras copia a Tiziano. Todavía no es don Diego, sino un joven talentoso que
ve en el maestro germánico el camino a seguir. No tiene empacho en ‘fusilar’ al
veneciano, nutrirse en su agudeza. Adoptar su composición, asimilar la
pincelada, la paleta de color en El rapto de Europa (varía el tono
haciéndolo más luminoso, menos dramático). Con esta son varias las reproducciones
que lleva en año y medio de estancia en Madrid. No le inquieta que le juzguen
falto de originalidad en esa corte pacata, ¡de sobra sabe que no es cierto! ‘Adapto
al genio, lo llevo a mi terreno, ¿acaso Ovidio no hizo lo mismo al recrear el
mito?’, responde a la inquietud del español. A este le conmueve el desparpajo,
la ausencia de complejos de ese hombre cuya actitud trata de abrazar. Él le
anima a viajar a Italia, a sacudirse el olor a sacristía, el constante rumor de
tafetán en la capital; la hidalguía y deseo de apariencia antes que la franqueza,
donde reside la verdadera nobleza del espíritu. ‘Aquí, todo lo mueve la envidia
—reflexiona el sevillano—, la incapacidad para reconocer el talento ajeno y
alabarlo si es preciso, crecer con él. ¡Si fuera capaz de pintarla!’, se dice
mientras contempla al otro matizar un brillo en la mirada del toro, transformar
con un gesto la violencia del rapto en fechoría tierna.»
De súbito, accede una visita a la
sala. La guía, una mujer sabia y resuelta, explica al grupo los diferentes
planos en que el autor ha dispuesto la obra: las hilanderas y sus ayudantes, la
estancia al fondo donde tiene lugar la disputa entre Atenea y Aracne; las
cortesanas que juzgan el trabajo de ambas; la labor misma, ese tapiz donde Zeus
se encarna en toro blanco para raptar a la princesa; Tiziano, como autor de la poesía
que lo ilustra.
Tras mencionar la composición transgresora
de la obra, se refiere a la pincelada en forma de borrón, a la elección del
color, al movimiento que las manos de las mujeres en primer término imprimen a
su actividad. La explicación comienza a derivar —¡de pronto!—, por caminos
hetero patriarcales: ‘la feminidad de Las hilanderas, frente a la
masculinidad en La fragua de Vulcano, los trabajos de los unos y las
otras. La historia, cargada de ideología socialista (!), de las mujeres en la
fábrica de tapices de Santa Isabel que Velázquez tuvo ocasión de visitar. Esas
tejedoras remiten a las Parcas, dueñas de la vida y la muerte de los hombres; a
Penélope tejiendo y destejiendo un sudario en su cuarto con el salón repleto de
pretendientes. A la mujer-araña como tejedora (¡creadora!) de su propia
felicidad. La tela vista como un material que remite a algo cómodo, suave,
frágil en Las hilanderas; por contra, la gravedad, la fundición y el
peso de lo masculino en La fragua. El tejido, ligado al arte del tapiz
—asegura—, puede llegar a ser tan fuerte como el hierro. En definitiva, ‘si la
lectura se genera, el texto se genera’; ‘la mujer no nace, sino que se hace’
como bien dijo Simone de Beauvoir. ¡Siempre hay lecturas inéditas de una
obra!”, vino a confirmar la experta.
Honestamente, agradezco que el
grupo se aleje sin mencionar siquiera el cuadro de Rubens —a la derecha de
este—, permitiéndome regresar a mis elucubraciones:
«Aún tendrían que pasar muchos años
hasta que aborde en Las hilanderas su propósito de juventud: recoger en la
pintura una de las esencias del país, la envidia. Para entonces ya habrá
logrado convertirse en don Diego, ostentar en su pecho la Orden de Santiago,
acceder al título de caballero sin renunciar por el camino al respeto que
siente por su arte. Denunciar con él la marcha de un imperio que es una sombra
de lo que fue. Dotar de humanidad a cortesanos de tercera —bufones, enanos,
hombres de placer— que, sin embargo, expresan con su gesto y porte la deriva de
la nación.»
»Velázquez continúa jugando con
nosotros a través de los siglos, con la interpretación que hacemos de su obra. ¿Por
qué no entonces el feminismo empoderado, tan propio de nuestro tiempo, cómo pretexto?
Decidido a seguir el consejo de la guía me lanzo a emitir mi propia ‘lectura
inédita’: Son sin duda los celos —concluyo— lo que motiva al autor. ¿Qué otra
cosa es sino la que mueve a Atenea a juzgar y condenar a Aracne? Las cortesanas
se muestran perplejas, incapaces de reaccionar ante la decisión despiadada de la
diosa, por eso reclaman nuestra ayuda en la disputa. Y yo, en mi osadía, se la
presto.
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