Márta Mészáros vuelve a sorprender, seis años después de
Nueve
meses, con esta joya llamada
Las herederas. Repite con el actor
Jan Nowicki, a quien da en esta ocasión el papel de joven capitán del ejército
húngaro, casado con una rica heredera; esta, encarnada por Lili Monori, es ya
habitual de la firma. Asistimos, además, a un magistral despliegue interpretativo
de una jovencísima Isabelle Huppert, aún en espléndida forma, como se dejó ver en el pasado festival de Cannes.
Con una ambientación sofisticada, elegante, cosmopolita y
elitista, esta cinta poco tiene que ver con el anterior trabajo de su directora.
Excepto que viene a ocuparse, una vez más, de un tema recurrente en su carrera:
la mujer y su lugar en el mundo. Sus necesidades, preocupaciones y espacio para
ejercer su libertad en cualquier ámbito. Sea este la maternidad en soledad (Adopción,
Nueve meses) o compartida (Las herederas). El deseo de ser madre y
la elección de llevarlo (o no) a cabo, en situaciones muy diferentes, como defiende en las tres películas mencionadas.

El trasfondo social
de esta última se sitúa en los años prebélicos de la Segunda Guerra Mundial.
Allí, el ascenso al poder del partido nazi y el comienzo de las hostilidades
hacia el pueblo judío, alcanza a unos personajes acomodados, en sus desdichas; y en idéntico escenario, a otros que no lo son tanto (acomodados, quiero decir). Como en el arranque genial de Anna Karenina, salvo que la felicidad, en este caso, brilla por su ausencia.
Y alcanza a las mujeres casi al borde de poder gestionar sus vidas
sin la directriz del varón. Solo casi. Pues la presencia de este es tan
omnipresente y poderosa que oprime y subyuga al “bello sexo” (en el año
treinta y seis del siglo pasado, incluso en la sofisticada alta sociedad
húngara que se describe, se nos muestra a una mujer tutelada, incapaz de representarse a sí
misma y tomar decisiones). Se la considera al servicio del hombre, vive una infancia permanente; atenta a sus
necesidades y caprichos, al margen de que su condición social o económica
posibilite otra opción. Bien distinto es si no se tiene el dinero necesario.
Entonces se está expuesta a cualquier proposición, aun a pesar de manifestarse
francamente en contra. Al menos a priori, salvo que, como expresa el
dicho, “poderoso caballero es don dinero”. Es entonces cuando la directora húngara toca
temas rabiosa actualidad: los vientres de alquiler. Con la
salvedad de que Mészáros denunciaba esta práctica ya en 1980.
Una rica heredera desea, por encima de todo, ser madre. Ella
no puede concebir, es estéril. Su amiga Iren (Isabelle Huppert), en cambio, no
lo es. La una es rica, pobre la otra. La narración parece escribirse sola. Pero
no es así, pues en el trayecto surgen esos escollos que hacen que toda buena
historia termine siéndolo si, como es el caso, está bien contada. Como puede
adivinarse, Szilvia, la heredera, propone a Iren que tenga el hijo que ella
desea con Ákos, su marido. Después de alguna reticencia por parte de la
primera, ocurre lo que tiene que ocurrir. Szilvia será “la madre” del hijo de
Iren (y de Ákos, quien debe su meteórica carrera en el ejército a la fortuna de
su mujer). Mas, con lo que ninguno de ellos cuenta es con el hecho de que la
pareja sobrevenida acabe por enamorarse, tener un segundo hijo deseado sólo por
ellos.
El enorme contratiempo en este relato es que la heredera es
infértil, pero debe concebir si quiere heredar (así lo ha dejado escrito su padre en el testamento). Lo logra sirviéndose de Iren y de su marido Ákos. El otro gran
conflicto es el tiempo en que todos viven y donde —¡horror!—, la bella Iren es
judía. La venganza es servida entonces en plato frío: Szilvia
denuncia a Iren por su condición hebrea. Ákos sigue camino similar. Todo transcurre en
medio de un paisaje desolado y frío, donde las botas de los ejércitos redoblan
sobre los adoquines de una antigua ciudad imperial en manos de Hitler.
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