Quinqui Swinging Avilés
La muerte de
Mary Quant el pasado 13 de abril da pie a recordar una época agitada de Londres
por la que cualquier joven europeo habría dado el meñique de su mano izquierda de
ser copartícipe. En mi caso, me limité a nacer esos años, no exactamente en aquella
ciudad, sino en el industrioso norte de España. Otra cosa.
En Londres, la
irrupción imparable de una generación de jóvenes invade las calles y se hace
cargo, por primera vez en la historia, de sus propias vidas, llenándolas de vitalidad
y entusiasmo. La crisis económica resultado de la Segunda Guerra Mundial ha
quedado atrás. El impulso y desparpajo de la nueva generación británica se
vuelca en una urbe que llama al hedonismo, a la transgresión, la ruptura con la
generación de la guerra, el racionamiento y la carestía. Urge divertirse.
Es en esa
ciudad, durante el último lustro de los años sesenta, donde tiene lugar el
Swinging London, la agitación cultural que pondría la moda, la música, la
pintura y el baile en el centro de la vida: Beatles, Rolling Stones, Kinks, Who, ... Mary Quant y su glorioso invento, ¡la minifalda! Aparecen también las músicas
psicodélicas: Cream, Jymmy Hendrix, Pink Floyd. El fenómeno fan. La locura
colectiva de una generación que acude a la llamada de propuestas nacidas de
ellos mismos, sin el filtro de sus predecesores.
En España
asistimos a todo ese fenómeno diez años después, con la muerte de Franco y la
llegada de la Transición, el cambio de régimen y la irrupción de esas modas y
costumbres venidas de fuera. A través de hermanos mayores o amigos de estos,
comenzaban a aparecer por casa músicas de los sesenta en los setenta. Se
reproducían en pequeños pick-up donde el LP no cabía en su totalidad. La tapa
del aparato hacía de altavoz. Comenzábamos a ir a guateques cuando en
aquella otra ciudad no existía ya ni el concepto. E intentábamos formar parte la
modernidad a trompicones, siempre con el pie cambiado; mezclando en un
revoltillo la música de los cantautores y su progresía reivindicativa y tediosa
—eso pensábamos muchos hasta descubrir, ay, que también existía Leonard Cohen—;
de trencas, barbas tupidas, gafas de pasta, chaquetas y pantalones de pana.
Veíamos el desparpajo, la rebeldía, la contestación o la simple diversión en
los músicos ingleses, en sus disparatadas propuestas estéticas para nuestro pacato y conservador país. Las tribus
de mods y rocker’s, que habían tenido su lugar y tiempo en la Inglaterra de los
primeros sesenta, se establecían en este veinte años después. La minifalda se
mezclaba con los pantalones de campana; los polos y jerséis de cuello vuelto,
con trencas y abrigos Loden; las chaquetas de pana con las parkas de los más
radicales y atrevidos; la estética de chupa de cuero y tupe engominado, con las
largas melenas de las bandas de heavy metal que empezaban a proliferar en los
barrios. Todo en la misma generación, el mismo país, la misma calle. Al tiempo
que Los Chichos, Los Chunguitos y Triana atronaban en los coches de choque de
las verbenas, en las barriadas del desarrollismo franquista. Hoy tengo la sensación de una nostalgia
por un tiempo y lugar que no tuvo ocasión de ser; adaptación e imitación de un espacio
en el que a muchos nos hubiera gustado vivir, siquiera un par de meses.
Pero fue el nuestro
el quinqui Swinging Avilés. ¡Ni tan mal!
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