En un tiempo en que las redes
sociales se inundan de imágenes vacuas que no buscan, sino ensalzar la vanidad
de sus autores —aquello que han comido, el concierto que están dejando de ver,
la persona junto a la que están, o el acantilado por el que están a punto
de precipitarse—, no estaría de más volver la mirada a la esencia de la imagen.
Aquella concebida para contar historias que trascienden el marco de la escena y
continúan formándose en la mente de quien las observa mucho después. Es justo
lo que ocurre con las fotografías de la norteamericana Ruth Matilda Anderson.
Concebidas hace ahora un siglo,
cuentan la realidad española mejor que nosotros mismos, pues carecen de la
mirada preconcebida que aporta el conocimiento de las personas, y el espacio
objeto de reportaje. Se limitan a ser testigos. Fascinados e inquietos (inquieta, en su caso), eso sí.
Las fotografías de RMA nos
acercan a un tiempo en apariencia
remoto. Aunque no tanto en términos cuantitativos. En apenas cien años (poco más o menos lo que dura una vida longeva), la transformación social y económica de este
país ha sido vertiginosa, si comparamos aquellas imágenes con nuestra realidad actual. Aun con el frenazo que supuso la devastadora guerra
civil —prolongada durante cuarenta años en la dictadura franquista—, y la posterior II
Guerra Mundial, el salto hacia adelante en justicia social, cultura y reparto de la riqueza ha sido asombroso.

Viendo hoy esas fotos se hacer difícil reconocer paisajes y personas. En las escenas que Anderson dedica a su periplo gallego —tuvo también el
encargo de fotografiar Asturias, Castilla y Extremadura— observamos rostros
enjutos, niños descalzos (los padres no les encargaban zuecos hasta que el pie
alcanzaba su total desarrollo), con muestras evidentes de desnutrición, sin escolarizar (empleados en trabajos de
adultos desde que eran capaces de cargar una lechera, conducir ganado, segar un
campo de hierba o transportar una carga de leña). En sus rostros se percibe una
expresión de determinada resignación adulta. Apenas figuran
hombres en sus composiciones: ellos se desempeñaban en el mar, el campo, o la
emigración. Siendo mujer, optó por retratar mujeres y niños en la mayoría de sus trabajos. Pero su
mayor logro fue poner una mirada compasiva, digna, respetuosa y no exenta de
curiosidad, en una realidad descarnada. La de aquellas aldeanas
que se acercan a pueblos y capitales para ofrecer productos básicos: leche,
gallinas, leña, cacharros de barro que cargaban sobre sus cabezas. Mujeres
empleadas como rederas, mariscadoras, palilleras a la luz mortecina de una
lámpara de carburo (sus trabajos de filigrana consiguieron impresionar a la fotógrafa neoyorquina). Lavanderas, castañeras, zoqueiras en ferias y
romerías. Visten un luto eterno. En muchos casos debido a la alta tasa de
mortalidad infantil. En otros, vinculado a los peligros de las labores del mar; también a la emigración, fenómeno que llevaba aparejado el “luto en
vida”, por el marido ausente, trabajador al otro lado del océano.

Con todo, las retratadas,
enfrentadas desde el centro de esas escenas a la minúscula cámara de Anderson
(más pequeña que uno de nuestros móviles de hoy, pero con la tecnología de
hace un siglo), miran a esta con gesto sereno, sorprendido, desafiante a veces. Uno se pregunta qué pasaría por esas cabezas pobres y hacendosas ante la visión de esa otra mujer joven (contaba entonces treinta y un años),
vestida a la moda de la Gran Manzana: traje de chaqueta y sombrero cloché; zapatos y medias ligeras, no vasta lana como las de ellas. Se escondía tras un pequeño artilugio y se movía inquieta entre estas. Es probable que algunas conociesen, tras su paso por las alamedas de ciudades y
pueblos, por romerías o ferias, las grandes cámaras de los pioneros de este extraño oficio. Sus operarios (siempre hombres) se ocupaban en fotografiar a ricos caciques, emigrantes que
partían desolados hacia América, o algún fallecido que yacía encajado en su féretro. Sería extraordinario observar a esa otra mujer mezclarse entre el
pueblo llano y ver cómo se afanaba en dar cuenta de las tareas que a ellas resultaban tediosas, anodinas. La verían bajar del enorme Ford en que
viajaba con su padre y un chófer (después se haría acompañar de
una amiga y carabina), para poner el pie en las aldeas más incomunicadas de la costa o el
interior. Creerían estar ante un ser de otro mundo. Cosa cierta, por otra parte: poco tendrían que ver una calle de Manhattan con A Fonsagrada años
veinte. Tampoco a día de hoy. Pero Ruth Matilda Anderson no estaba allí para
lucir palmito, sino para cumplir con un encargo que desempeñó con la mayor
diligencia: su trabajo etnográfico. RMA, hija de fotógrafo, formada como
profesora en Nebraska (¿habrá América más profunda?), se decantó por la
fotografía y completó, ya en Nueva York, sus estudios. El director de la escuela en
que se diplomó le presento al fundador de la Hispanic Society of Nueva York,
Acher Milton Huntington. Este le ofreció la tarea de documentar España y sus
oficios. Había de ser de un día para otro. Le tomó una semana decidirse. Mas su legado es de
una pureza incontestable, exquisita, respetuosa, además de
técnicamente incontestable. Anderson hizo mucho más que fotografiar un país:
capturó su esencia, su alma en el desempeño de las labores cotidianas de sus
habitantes más humildes. Es bien probable que a sus dotes técnicas sumase su
formación docente, pues de la melancolía de los rostros que capta enseguida se
desprende la demanda inconsciente de cultura y cuidados.

En cuanto al entorno en que sitúa
a sus personajes, es fácil apreciar la ausencia total de materiales foráneos
(bloque, uralita, aluminio, ladrillo). Estos se harán habituales del paisaje gallego algún tiempo después. Con la España
del desarrollismo, las partidas de dinero procedente de la emigración, junto a una
legislación laxa y caciquil, daría lugar al arraigado fenómeno del “feismo”. Llegó a establecerse con tal arraigo en la región que hoy trata de combatirse con
el “fermosismo”, trasunto de embellecimiento subvencionado.
Conmueve observar a esa mujer
(paradójicamente, muy poco retratada a su vez) cambiando el carrete de su minúscula cámara en
San Martín Pinario; tomando notas en la terraza del hotel Suizo en Compostela, o almorzando a pie de carretera junto a su amiga y acompañante y dos paisanos
zamoranos: es muy posible que ellos fuesen más jóvenes, pero sus rostros castigados por la intemperie y décadas de malnutrición, los hacen parecer infinitamente
mayores. ¡Qué enorme trabajo realizó aquella muchacha! Viendo hoy su obra, un
siglo después, cobra todo su sentido una palabra que incluso hoy logra que
alguno enarque una ceja: Etnografía, los trabajos cotidianos y las personas que los realizan; los
días, el paso del tiempo y su huella. Además de ser una trabajadora excepcional
(sólo en Galicia tomó 5000 fotografías, algunas de las cuales positivaba en
improvisados laboratorios en los cuartos en que se alojaba), fue una autora de
mirada perspicaz y diligente. Capaz de cumplir con el cometido de
su encargo e ir más allá: retratar a un
pueblo con respeto y ternura.

Dos notas:
Si uno tiene ocasión de completar
esta exposición con los archivos de Virxilio Viéitez (por acotarla al ámbito
gallego), apreciará como el tiempo fluye ante la retina y la vida resulta mucho
menos líquida de lo que tratan de vendernos los mercachifles del Metaverso y
otros hacedores de humo. Aunque Virxilio era de Soutelo de Montes
(Pontevedra), emigró a Cataluña para trabajar en la construcción. Allí fue
donde se formó como fotógrafo. Después regresó a su pueblo y abrió estudio. El
resto es leyenda.
El pasado domingo se han
celebrado elecciones municipales y autonómicas en España. Hemos tenido ocasión
de contrastar una realidad diversa y, en muchos aspectos, bronca y convulsa. A falta de
menos de un año para que se cumpla un siglo del reportaje que llevó a cabo Anderson, sería un buen ejercicio echar la mirada atrás y
ver quienes éramos, quienes somos.
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