
Nueve meses tiene la fuerza y resistencia de una “historia de acero”. Al tiempo, me remite en muchos de sus pasajes a mi propia
juventud en la ciudad siderúrgica de Avilés (Asturias). A un escenario
futurista de altos hornos, enormes depósitos de gas o tuberías que conectan
instalaciones gigantescas. Al vapor de humo ascendiendo en nubes colosales
desde la fábrica en las mañanas de invierno. O a ese olor a escoria,
transformado con los años en aroma familiar, que exhalaba la factoría y
alcanzaba las calles en el verano, cuando soplaba viento del nordés. Pero, sobre
todo, al color anaranjado que teñía de súbito las noches de la ciudad, una vez
la colada con el metal fundido salía del horno y su resplandor se proyectaba
hacia lo alto acompañado de un sonido de trueno. Desde aquella
habitación adolescente, contemplando la luz brillar sobre las naves industriales, o la descarnada
penumbra de superficies repletas de bobinas de metal junto a la
dársena del puerto comercial aguardando para ser embarcadas, la población semejaba un set de
rodaje. Mi figura acodada en el alfeizar, un Batman de provincias en pijama
que observase Gotham City desde los tejados de su guarida. “¡Es como estar en
Blade Runner!”, exclamó en una ocasión un amigo a su paso por la villa. No
dejaba de tener de razón. Sus habitantes, a fuerza de coladas, humos y olores,
fuimos acostumbrando la mirada y el olfato a ese paisaje fabril. A esa
desmesura de edificios, agitación y ruido asociados a la fragua de un moderno Vulcano que, a cambio de su trabajo,
daba de comer a nuestras familias. En su mayoría gentes llegadas del terruño,
del interior de un país empobrecido que permitió que sus hijos alcanzasen, por
vez primera en su historia, la universidad.
Nostalgias aparte, el relato de Márta Mészáros se adelanta
-desde la Hungría de 1977 en que fue rodada, y premiada en Cannes y Berlín-, a
la denuncia de una sociedad machista y violenta. Con trasfondo de acería y
empleo femenino (poco que ver con Flashdance), en un lugar inusual por aquel
tiempo en España (el reino de la mujer era el hogar; su actividad sin
remunerar, el cuidado de la familia). En la sociedad húngara, en cambio, bajo
el paraguas del telón de acero soviético, la mujer se integraba en las fábricas
y compartía con el hombre las tareas de producción. Sin embargo, lo que la película
resalta es la historia de un amor tormentoso entre la protagonista y
el ingeniero jefe de la factoría en la que encuentra empleo. Se conocen de
antes, se han perdido la pista. El tiempo los ha vuelto a juntar en esa ciudad
helada, en esa factoría de dimensiones gigantescas. He dicho que mujeres y
hombres comparten el espacio de trabajo, no los puestos de responsabilidad o
formación. El hombre insiste en mantener el antiguo noviazgo, la mujer lo
rechaza. Él porfía; ella, al final, accede. Se enamoran. Se nos revela que,
durante su ausencia, la mujer ha tenido un hijo con otra persona (profesor
universitario en otra ciudad, tiene esposa y dos hijos). Nuestra protagonista
compatibiliza el trabajo con los estudios de Ingeniería Agraria. Asoma entonces la hostilidad machista. El deseo de control, los celos del varón por
saber y manejar su vida pasada, sus estudios. Su necesidad de confinarla al
hogar, servir a sus atenciones, a la crianza de los hijos que puedan concebir.
La pareja anterior, por contra, respeta sus decisiones; la
trata con ternura y atención; comparte el hijo de los dos de común acuerdo,
aunque este viva en casa de la madre y abuela de ella. Los hombres se conocen
cuando esta se presenta a un examen en la facultad. El ingeniero trata de
impedir que acuda. Ella lo hace, sin embargo, y aprueba con méritos.
Todo se va al traste cuando la mujer se ve obligada (el hombre la persigue, conoce la
existencia del otro niño) a comunicar a la familia de él que está embarazada.
Esta la repudia, la acusa de haberse aprovechado de la posición, el amor, y la
casa que su hijo construye para ambos.
La mujer sigue su propio camino, tiene al hijo que esperaban
ella sola, y se emplea en un invernadero con buenas perspectivas de futuro.
No todo está perdido.
La escena del parto, de un realismo impensable en
nuestros días, da idea de la modernidad y compromiso de la directora y el
reparto de la película: es real, crudo, sangriento, visceral.
Aunque lejana en el tiempo, tal vez debido a su escenografía
socialista y a algunas actitudes que creíamos desterradas de nuestra sociedad (el acceso a cualquier tipo de empleo
por parte de las mujeres ya no se cuestiona en España, otra cosa son las
condiciones), estas persisten: se las agrede, asesina, desprecia y ningunea igual o más que en aquellos años setenta donde se enmarca la
película. De otra parte, ignoro en que condición vivirá la sociedad húngara
cuarenta y seis años después de este relato, aunque vista la deriva fascista de
su presidente Viktor Orbán, me temo que la situación de las libertades
individuales sea aún menos halagüeña que la nuestra. Siempre hay que estar
vigilantes, por desgracia.
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