Tramo 3, Camino del Cid, las tres taifas: Vicente y, ella.

Vicente era su nombre, y espero que lo siga siendo. Olvidé el nombre de ella, tal vez nunca lo supe: una pena, porque es la verdadera protagonista de esta pequeña historia. Ocurrió en... ¡qué importa ya!una noche de noviembre de este año pandémico. La escena parecería sacada del libro de Italino Calvino de hermoso título, Si una noche de invierno un viajero, por lo absurdo que resultó todo. Tras un largo día caminando entre senderos y bosques por la provincia de Guadalajara, llegué, en la noche —temprana, apenas de oscurecida— al que esperaba fuese mi hotel esa jornada: una recia casa de piedra bajo la débil luz de un farol. Un error logístico por mi parte vino a confirmar que no tenía reserva, pero, hasta llegar a ese punto, hube de desplegar todo el encanto del que dispone una persona agotada, frente a una mujer necia asomada a una ventana, para hacerse entender: "¿qué busca?, ¿de dónde viene?, ¿qué quiere?; pero, ¡aquí no es!, ¡nosotros estamos cerrados!..." Es duro comprobar como, alguien en situación ventajosa —por pobre que esta sea—, rehúsa comprender la simple necesidad de hablar, de tratar de solventar una situación enquistada que, con un poco de disposición favorable, lograría sin apenas esfuerzo resolverse. 

La mujer se erige en guardiana de su pequeño —¡pero único!, en veinte kilómetros a la redonda— castillo; porfía cerrilmente repitiendo argumentos consabidos, sin otro propósito que hacer valer su situación favorable. Pero al fin muestra, oh cielos, un flanco débil, y a él me agarro, apenas lo intuyo: en ocasiones se vuelve y contrasta con su marido las certezas que ya tiene. Él, se oculta, permanece silencioso tras su Can Cerbero, dejando oír de vez en cuando un murmullo distante como única respuesta a sus requerimientos. A ella la mueve el miedo, quiero pensar, de otro modo no se explica su actitud. Lo cierto es que un hombre en chándal y botas de montaña, cazadora abrochada hasta la barbilla, gorro de lana tapando las orejas y barba de dos días, bajo la luz de un farol, no debe de inspirar demasiada confianza. Afortunadamente, me había quitado la mascarilla, guardando una distancia prudente. La desconcierto cuando solicito hablar con su marido, tanto, que me da una respuesta inverosímil: "¡no puede, cogerá frío!" ¡Qué pensará ella que tengo yo!


Durante unos instantes desisto, doy por zanjada la solicitud, me alejo de la ventana y acudo a un banco próximo a pergeñar una alternativa. Un gran trastorno: ya nadie recoge autostopistas, menos con mi aspecto y en la noche... Miro alrededor, busco un galpón, un lavadero, un soportal recogido de la intemperie donde hacer noche vistiendo toda la ropa que cargo. "Aquel podría servir", me estoy diciendo, cuando una voz se interroga en la puerta: "pero, ¿adónde se ha ido?"; es la señora, debe haberse apiadado de mí y, en un arrebato de bondad, ha abierto la puerta del alojamiento dispuesta, al menos, a dialogar —el hombre sigue sin aparecer aunque, en mi fuero interno, tengo el convencimiento de que es quien ha posibilitado el acercamiento—. De pronto, la situación fluye sin contratiempos, me hacen pasar, comprueban las reservas, contrastan los teléfonos, chequean las compañías de intermediación... Pero ya ante una cerveza que Vicente, a quién por fin veo, ha tenido a bien ponerme. Ella sigue rezongando entre la barra del bar, el comedor y las dependencias internas del hotel. Parece haber cedido a regañadientes a alojar al viajero y lo pone de manifiesto, cansina y abyecta—como la beata que da una limosna al salir de la iglesia y advierte, "pero no se lo gaste en vino"—: "las temperaturas bajan ya por debajo de cero en la noche", "por la mañana los prados aparecen cubiertos de escarcha"... Asiento agradecido, es lo que espera, corroborar su superioridad moral. Vicente apenas habla, se limita a conducirme hacia mi habitación y proveerme de otra cerveza para cenar el triste bocadillo que cargo en la mochila. Cuando estamos subiendo las escaleras, la mujer aún apostilla: "procura no llenarlo todo de migas, por favor". ¡No me trata de usted! Tal vez ignora que le voy a pagar por la estancia y, consiguientemente, podría ensuciar. Al menos lo ha pedido, por favor. Detesto su displicencia; la miro y a continuación, la vista se me escapa hacia las docenas de trofeos de caza que su marido exhibe en las paredes, buscando un hueco entre ellos.

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