Tramo 3, etapa 13, Camino del Cid: las tres taifas, Albarracín-Cella

"In memoriam" Javier Reverte, pues él me llevó a África...

... y a Grecia, al Amazonas o al Congo. ¡A Palermo!, y al Klondike, al paso del Noroeste, o al Nilo Azul con Pedro Páez... Que la tierra te sea tan leve como el polvo de los caminos a los que fui de tu mano.


Es temprano, hace fresco, el sol apenas acaba de aparecer por el barranco que oculta Albarracín a miradas indiscretas. Refulge en la muralla del castillo de los Banu Razin, se cuela en la catedral a través de sus vitrales de alabastro. El Guadalaviar asciende rumoroso desde el fondo del barranco, se suma al sonido de mis pasos sobre la ciudad dormida. En sus rojas callejuelas, solo los gatos y yo. He saltado del lecho antes de que el calor apriete; quiero subir a lo más alto de la torre del Andador, contemplar desde allí este prodigio de lugar: el resultado de la imaginación más febril y la osadía que llegado hasta nosotros, tras un milenio de avatares. Jadeante, alcanzo la torre y contemplo la vega fértil que riega el Jiloca, un escalofrío me recorre el cuerpo cuando la brisa silba entre las almenas. Al otro lado de estas, ya extramuros, una docena de corzos asciende ordenadamente y sin esfuerzo hacia los barrancos, tras pasar la noche alimentándose en los sembrados del valle. De súbito, en la distancia, un globo aerostático comienza a elevarse sobre los campos de almendros, se recorta contra el cielo raso de la mañana como una pompa de jabón irisada. Doy en pensar que es tu espíritu, Javier, el que asciende con él hacia esos días claros, alegres, ¡abiertos a la aventura! Y se me llenan los ojos de lágrimas densas al recordar tus palabras: "el sentido de la vida no es otro que tratar de alcanzar nuestros sueños". Descansa en paz.


De Camino a Gea de Albarracín asciendo con esfuerzo a través de senderos sembrados de piedras hacia los altos pinares del rodeno —la piedra rojiza y porosa que abunda en la zona y da el color característico a la madera del pino o al yeso con que se revocan las casas y se pavimentan las calles—, al llegar a un alto donde este dobla, me detengo a descansar, a mirar por última vez hacia atrás: si a uno le dijesen que, tras aquellos barrancos pelados y hoscos se halla una ciudad hermosa y orgullosa como una novia, tacharía de loco a su interlocutor.

El sendero discurre entre piedras sueltas donde es preciso emplearse a fondo para no dar un traspié o sufrir un esguince, no quiero pensar lo que supondría tener aquí una "avería": en tiempo de pandemia, las ucis ocupadas, los médicos desbordados: atender a un caminante que, pasea. Cuando menos, me lo afearían. Eso suponiendo que diesen rápido conmigo, pues aquí la cobertura móvil escasea, la soledad es total —de no ser por esta mosca que ahora acude a mi rostro, el silencio sería absoluto— y el paraje abrupto. Pero, ah, este olor a pino, a romero, a tomillo y espliego saturando el aire, bien vale la pena.


He llegado a la conclusión de que no debe decirse nada negativo de lugar alguno, esa fue mi sensación inicial con Gea. Atravesé el pueblo de oeste a este sin ver un alma, un domingo, a las dos de la tarde, por la calle Mayor y lo más relevante que hice fue coger agua del chorro —escaso— de la fuente, en la plaza del ayuntamiento. De modo que, como llegué, me fui. Pero, ay, la salida me reservaba una sorpresa maravillosa y sutil, un prodigio de la ingeniería puesta al servicio del hombre, sin alharacas, sencilla y compleja al tiempo: una noria. Concebida para una tarea tan prosaica como lavar la ropa, entre otras. Enclavada en una acequia desviada del cauce del Guadalaviar, el agua fluye por esta accionándola y obligándola a ascender un par de metros, hacia un abrevadero —de él hacen uso las caballerías que van y vienen del campo—; este se vierte en uno de sus extremos hacia un lavadero con tres puestos de lavado, al que se accede desde el camino, descendiendo cuatro escalones. El volumen en la pila se controla mediante una sencilla compuerta; si nadie lo utiliza, dispone de un rebosadero a la acequia.  Al otro extremo del bebedero, el agua no usada retorna de nuevo al cauce para continuar su curso —después de lavar la ropa y saciar a las bestias, si fuera preciso— hacia las huertas: sin gasto energético, sin contaminación alguna, con ingenio, haciendo de la necesidad virtud, utilizando un recurso escaso de manera prodigiosa, y múltiple. Me alejo impresionado.

Todavía voy dándole vueltas al mecanismo de la noria —valga la redundancia— cuando me asalta de pronto el olor penetrante de una higuera: sus hojas han desaparecido casi por completo, los higos hace tiempo que se los han comido los pájaros o esperan en algún tarro de confitura, sus ramas desnudas semejan la barba hirsuta de un anciano descuidado, ¡pero ese aroma! Dicen que el olfato se pierde una vez se sufre esta enfermedad que nos hostiga. O no la padezco o la higuera quiere algo conmigo, por mi parte, estoy abierto a todo.


Como me he salido un poco de la ruta Topolín [Auxi bautizó así al GPS en un alarde de ingenio: resultado de combinar la marca del aparato, Garmín, y su cartografía asociada, Topo España V7 pro] me lleva hacia Cella por una vieja carretera cuyo trazado se ha corregido. Sobre esta han brotado las plantas desgajándolo y tapizándolo de nuevo, comiéndose literalmente el asfalto hasta transformarlo en una piedra más. En el borde de la carretera yace un hito kilométrico antiguo, la cúspide pintada de rojo, debajo el texto TE-001. Me parece estar viendo el futuro una vez los humanos nos hayamos extinguido. De momento, aún se aprecia a lo lejos la vega del río, flanqueado por hileras de chopos que dan color al otoño en sus orillas; los huertos, donde las tomateras van cediendo a la estación y los campos de maíz por cosechar. Tal vez todavía haya esperanza.

Me acerco a Cella mientras languidece la tarde del domingo a mi espalda, la luz de sol prolonga mi sombra sobre la pista rojiza que conduce a los campos de labor. Al cruzar una carretera secundaria que atraviesa el camino, una señal dice stop en el anverso, del soporte pende un ramo de rosas de plástico (rosas) sujetas con cinta adhesiva, al tratar de tomar una foto desde el reverso leo en la señal, Pacasa. (Patricio Cabezas S.A., señalización vial desde 1972). No deja de tener humor, negro.




A lo lejos —muy a lo lejos— diviso la cola y el morro de docenas de aviones comerciales en mitad del campo de Teruel, entre granjas porcinas y sembrados agrícolas. Me digo, date, aquí están todos los aviones que, en virtud de la pandemia, no pueden volar: ¡he dado con ellos! Le pregunto a Topolín (sí, conversamos) y desviamos el rumbo 180º para tomar una foto y abrir bien la boca ante el asombro. Tras una caminata de una hora, me subo a unas balas de hierba apiladas para tratar de tomar una foto mediocre, junto a la valla. Más adelante (gracias, Guti) conoceré que se trata del Plata (Plataforma Aeroportuaria de Teruel):
"por su nombre más artístico y comercial, consorcio público que se encarga de gestionar tanto las infraestructuras como las inversiones de las 340 hectáreas que conforman la instalación, en la que trabajan nueve personas y que percibe unos ingresos de explotación de unos tres millones de euros. En la actualidad, Plata alberga 10 compañías que emplean de manera directa a cerca de 400 trabajadores, además de los indirectos que generan las obras, la logística o la necesidad de subcontratistas. Es el único aeropuerto de España dedicado de forma innovadora a la actividad aeronáutica y centrado en la reconversión industrial medioambiental". El País, 15/12/2106
Nunca conviene precipitarse, más si se han de caminar dos horas cargado; en fin, la curiosidad mató al gato.


Y arribo por fin —y con pesar— a Cella, donde finaliza este tramo y el Cid preparó el asalto a Valencia, convocando a los guerreros que habían de ayudarle en tan magna empresa. Allí me recibirá María, encargada del albergue "el Río", un lugar extraordinario por la comodidad e instalaciones que ofrece. Por contra, cuando le pregunto por el grado de ocupación, me muestra una hoja donde, este año, apenas figuran treinta nombres, todos en bicicleta, solo uno caminando la ruta del Cid. Conmueve pensar en el esfuerzo enorme que se está llevando cabo en algunos lugares y el poco retorno que se encuentra. Al final, todos pendientes de la serie El Cid que ha filmado Amazon Prime Video y proyecta exhibir en breve. La protagoniza Jaime Lorente, Denver, en La casa de papel. A ver si por ahí...


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