Leire

sonríe en silencio desde el interior de un marco de plata, a cientos de kilómetros desde donde la miran sus abuelos alborozados. Simula leer un libro de cuentos que le ha comprado su mamá —le ha dicho también cómo posar, aún es demasiado joven para esa habilidad—, siente vergüenza al impostarse e ignora lo importante que es para ellos ese pequeño gesto, aunque sea mentira. La imagen, inmaculada, descansa en el centro de una mesa camilla rodeada de otras muchas de ella misma haciendo cosas diferentes: en pijamita sobre la cuna, en bañador —ocultando la Bahía de la Concha con su cuerpo enclenque—, dormida con la cabeza colgando en la sillita del coche, soplando el año uno, y el dos...; también hay una de la boda de sus padres, ya casi en la periferia del mantel primorosamente bordado que cubre la mesa; ninguna de ellos o el resto de la familia: existen claro, pero en lugares más sombríos de la casa. La niña es el epicentro de ese terremoto emocional que se abre a una esquina del salón, la más cálida, la mejor iluminada. 

En este momento, a su gesto lector suma su voz infantil, los hijos han llamado durante la cena y ellos han dejado vasos, platos, cucharas y sopa para atropellarse frente al teléfono y tratar de ponerlo en manos libres; el hombre pelea con la lámpara, las gafas, el teclado; la mujer apremia intentando no perder una sola de las palabras que emite el aparato, temiendo que a causa de su torpeza, la conversación se vea interrumpida de pronto. 

— ¿No estaríais cenando, verdad?
— ¡Que va mujer, hace rato que terminamos! Aquí, como ahí poco que hacer, se cena pronto—miente la madre.
— ¡Os pongo a Leire! —introduce la hija a la hija sin más preámbulo.

Desde el móvil brota tímida la vocecita de la nieta, apenas balbucea tres respuestas —bieeen, sí, vaaale— ante el torrente de preguntas que le hacen los abuelos, se quitan la palabra el uno al otro, alzan la voz como si fuese la niña y no ellos quienes han perdido el oído. Le cuentan de los cuentos que le contarán en verano, cuando vaya: Blancanieves, El gato con botas, Pulgarcito, ... ¡Todos los tienen listos para cuando llegue! Leire no habla, pero se intuye una risita débil al otro lado; si lo hace es por boca de su madre: "está diciendo que sí con la cabeza, es un poco vergonzosa, ya sabéis... Esperar, me dice algo al oído". Se hace un silencio y, tras este, estalla una carcajada: parece que El gato con botas ya se lo han contado en la guardería. "No importa cariño, los cuentos se pueden contar muchas veces, y además la iaia los cuenta muy bien", dice la hija a la hija para que escuche la abuela. El abuelo tuerce el morro y contrariado contraataca: "La gata ha tenido gatitos, todavía no tienen nombre, cuando vengas se lo ponemos, ¿vale?". Como no obtiene respuesta repite el "¿vale?", lo hace demasiado alto. "¡Ay, no seas pesado, ¿no ves que la agobias?!", rezonga la mujer mientras piensa que los gatitos estarían mejor en el campo, en un saco y enterrados, ¡pero cualquiera le quita la ilusión al abuelo!

— Estás muy guapa en la foto, ¿no me digas que ya sabes leer? —pregunta ahora la más dulce de las abuelas.
— Nooo, pero estamos aprendiendo, ¿verdad, cariño? —tercia su madre— pero ¿y vosotros, cómo estáis?
— Tranquilos —dice la mujer; "¡demasiado!" apostilla el hombre— no viene casi nadie, ya sabes, una vez se pasa el verano... Aunque hoy ha llegado uno que viene haciendo el Camino del Cid.
— ¡Vaya, eso está bien, ¿no?!
— Mejor eso que nada, ¡pero para lo que va a dejar! No sé si compensa —se muestra pesimista el hombre.
— ¡Sí, que íbamos a estar mejor en Alicante, vendiendo los zapatos que los chinos regalan! —la señora no da tregua— aquí, al menos, tenemos menos gastos y no nos arruinamos.
— Vaaale, está bien, no discutáis, ¡que la niña lo pilla todo! Y tú no te preocupes papá, que todo es empezar. Una vez que la ruta salga en los medios ya verás como no paráis. ¡Hasta tendréis que contratar personal! —remata la hija intentando bromear.
— ¡Achavo, cómo para contratar estamos! En treinta años con la sabateria no contratamos a nadie, y nos iba bastante mejor.
— Ya, pero nos deslomábamos trabajando. Que ni vacaciones teníamos —apuntilla su mujer.
Vamoraver, pero "estudiamos" a la niña, ¿no? Y en la capital ¡Vacacions tenemos ara, totes las que vullgem! —se defiende sombrío el padre.
— ¡Ay, como es este hombre, no hay quién pueda con él!
— Bueno, no preocuparos, la casa está preciosa y empieza a llegar gente. Apenas lleváis un año, ¿qué quieres, papá? Daros tiempo.
— ¡Eso le digo yo a diario, pero ya sabes cómo es! Le comen los demonios si está parado —la señora habla con vehemencia y gesticula al aparato sobre la mesilla del salón.
— Voy a tener que dejaros. Acaba de entrar Aitor por la puerta y aún no he bañado a la niña.
— Está bien cariño, tú haz lo que tengas que hacer, que la niña es lo primero. Nosotros seguimos cenando y ya hablamos otro rato —asegura la abuela.
— ¡Mira que eres, me dijiste que habíais acabado de cenar! —reprocha la hija.
— ¡Qué sí mujer, nos queda solo el postre! Hasta mañana Leire bonita. Mañana hablamos otro rato, ¿vale?
— ....
— Que dice que sí con la cabeza, mamá.

El abuelo se dirige al aparato y recuerda a la niña que vaya pensando el nombre de los gatets. La abuela menea la cabeza y pone los ojos en blanco.

— Hasta mañana cariño —repiten ambos al tiempo, poniendo cuidado en que su cariño sea el más cariñoso de los que dirigen a su nieta, la hija ya en segundo plano.
— Venga, hasta mañana, cuidaros y no discutáis. Un beso fuerte de los tres —interrumpiendo abruptamente la conversación.

Es evidente que la comida se ha quedado helada en los platos porque al poco suena inconfundible el microondas. Lo hace dos veces, en medio el sonido de una cuchara repicando contra un plato, alternando breves y sonoros sorbos: la sopa, una vez caliente, se toma de inmediato no se espera al otro. Hace décadas que la cortesía mudó en costumbre.

Quizá por desconfianza o tal vez por deferencia me han instalado en la habitación más próxima a su vivienda; el verano ha terminado, pero el calor permanece: se vive con las ventanas abiertas. Tumbado en la cama, desde el silencio de mi cuarto, juego a adivinar los pensamientos de los abuelos, dispersos como las migas sobre esa mesa silenciosa:

«Mira que salir de Alcubilla para tener que volver. Pero que íbamos a hacer en Alicante, las cuentas no cuadraban desde hacía años, y este cabezón se empeñó en aguantar. ¡A poco nos vamos a la ruina!».

«El avi sabater, el pare sabater, jo sabater y la filla... funcionaria de prisiones, y per San Sebastián. ¡Antropología en Madrid! Con la buena sabateria que teníamos en la Muntanyeta, junto a El Corte Inglés. Si hubiera hecho Económicas como le aconsejé o Empresariales... ¡Ara estaríamos junts, y en Alacant!»

«¡También ese Aitor, no habla así lo maten! ¡Ya podía ponerse alguna vez al teléfono! Espero que Leire no salga a él. Y con esos pelos, y esa perillita —¡si parece un chivo!—, no sé qué vio la niña en él. Aquí estamos bien, tranquilos. Pero este cabezota, Don erre que erre, con la fábrica de zapatos del abuelo».

«¡Y cómo no había de ser cabezota collons, si soy de Alcoy! Pero ese Aitor, con esos pelos y esa perillita... Si parece medio etarra, ¿pero es que no había otro, collons?».

 


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