Tramo 3, Camino del Cid, las tres taifas: La dueña.

Se me ocurre llamarla así, como a un personaje de culebrón mexicano —en realidad se llama Laura—, porque dió en bautizar de ese modo la casa rural en que me alojo. En esta ocasión la ha abierto para mí, aunque no le compensan, según me indica, los sesenta euros que le pagaré; no le rinden por la molestia de desplazarse a recibirme, encender la calefacción, cocinarme un bizcocho de manzana —¡delicioso!— para desayunar, limpiar el baño y lavar las sábanas una vez me haya ido. Lo entiendo. También entiendo que sesenta euros no son pocos, en fin.


Suele alquilar en verano a grupos de familias que buscan escapar de los agobios de la ciudad, o bien a cazadores ávidos de patear la zona en busca de corzos o codornices; también a recolectores de setas, rara vez a un caminante solitario. Si se animó a abrir para mí es porque le comenté que venía haciendo el Camino del Cid, esta ruta en la que muchas personas a lo largo del territorio por donde transcurre han depositado sus esperanzas para combatir la despoblación o, tal vez, buscan una alternativa vital: el anhelo de una vida diferente en contacto con la naturaleza, por medio del impulso romántico que intuye una oportunidad donde los demás solo vemos un campo yermo, un poblachón desangelado en mitad de la nada desde la ventanilla del coche o el tren: caballos de hierro con los que transitamos el paisaje, siempre veloces, siempre de camino a otro lugar.

Cuando nos tomamos la molestia de apearnos descubrimos, en realidad, que el ámbito al que pertenecemos es ese al que a menudo miramos con desprecio desde nuestros asientos calefactados, ventanas panorámicas a lugares entre un origen y un destino prefijados; salvo que en la localidad o su entorno haya tenido lugar el rodaje de una película o serie de éxito —Juego de Tronos, en el caso del Pobo de Dueñas: cerca está el castillo de Zafra donde se filmó algún capítulo de la serie—, nunca se nos ocurriría detenernos en esos parajes inhóspitos, agrestes, poco atractivos a priori. En cambio, de ahí provenimos, nuestro origen está ligado a lugares como ese, de sitios similares proceden nuestros padres y abuelos, desertores del arado, del campo, de los animales y la ganadería, del cultivo de la tierra y los desvelos de cosechas y sembrados. Cautivados por un espejismo de prosperidad y vida fácil —la industria, la ciudad— que despobló de manera dramática el campo español hasta llevarlo a la situación en la que actualmente se encuentra: al borde del colapso. Hoy se buscan desesperadamente iniciativas que «fijen población» al territorio, eviten que se cierren escuelas, centros de salud, servicios, … ¡pueblos enteros!. Tratando de devolver a estos pueblos, comarcas, provincias, inmensos espacios del país, la dignidad perdida en apenas sesenta años, cuando se produjo el gran éxodo y se abandonaron a su suerte, y a la de unos pocos que, por arraigo, cobardía o fe en lo que hacían y a su entorno, decidieron permanecer en ellos: firmes, soportando además cada verano a sus ayer compañeros de aula, hoy emigrados a la capital; retornados estacionales que vuelven para ayudar a los padres en las labores del campo, o exhibir las últimas adquisiciones que proporciona el confort, su apuesta de éxito: la lavadora, el frigorífico, o el nuevo becerro de oro: el automóvil.

Proyectan en televisión El verdugo, Luis García Berlanga, 1963, esa escena memorable de una familia incipiente visitando el piso en construcción que habitarán una vez se terminé; se distribuyen las habitaciones: aquí el salón, allí la cocina, este el cuarto del abuelo, ahí la terraza de ese tercero "que es casi un cuarto", ¡desde donde se ve la sierra! La sierra de la que un día salieron, donde dejaron su memoria sentimental y a la que anhelan, sin duda, volver.

Comentarios

  1. Si, yo también estuve en la casa de la Dueña en el Pobo de Dueñas y confirmo lo que cuentas , Laura es una persona encantadora.

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