Tramo 3, Camino del Cid: las tres taifas, Albarracín

Llegué a la ciudad de noche, cansado y hambriento, desorientado y sucio pero, tras localizar el albergue, asearme y cenar como los ángeles, la cosa mejoró sustancialmente. El virus obligaba a cenar en la calle y el frío se me metió en el cuerpo, obligándome a recogerme enseguida. Quizás por eso dormí tan mal, o tal vez fue la inquietud la que me llevó a hacer un revoltillo con sábana y mantas deseando que llegara el alba para recorrerte. Esto fue lo que vi.

Albarracín la explican sus murallas —también los barrancos, el río, las calles, su intensa historia...—, ellas dan cuenta de cómo se ha desarrollado la ciudad desde el primer asentamiento de la familia de los Banu Razín, quienes darían más tarde nombre a la ciudad a través de su dinastía: Ibn Razín, los hijos de Razín.

Como primera ubicación, un castillo en lo alto del cerro que corona la ciudad, prodigio de ingenio y equilibrio inexpugnable; situado sobre un promontorio rocoso que supieron aprovechar como bastión defensivo no exento, sin embargo, de comodidades, en él se crearon dependencias palaciegas con todo tipo de servicios para deleite de sus moradores: patio, hamman, estancias calefactadas, algibe, saneamiento ...; también defensivos, por supuesto: muralla, almenas, accesos angostos e inaccesibles, ¡hasta un túnel de evacuación excavado en la roca, bajo un cadalso! ... A los pies del castillo se asentaron, con la primera prosperidad de la taifa, los barrios noble y económico: la judería, que llegó a tener su sinagoga en lo que hoy es la iglesia de San Juan. Esta primera ciudad se rodeó, a medida que el sitio crecía, de una segunda muralla, hoy casi desaparecida por completo —aunque sus tenaces habitantes se empeñan en recuperarla tramo a tramo—, que alcanzaba hasta la plaza del actual ayuntamiento, aún en la parte alta de la ciudad. Si viéramos un plano de esa época, no sería difícil asemejarla a un pie que rodea el Guadalaviar encajonado entre los barrancos, donde, justo por encima del tobillo, se cerraría de nuevo tras sus altas murallas. 

Pero la ciudad continuó creciendo, progresando, debido en gran medida a que era lugar de paso obligado entre los reinos de Castilla y Aragón; así, personas y mercancías debían atravesarla para comercializar sus productos en ellos; se establecieron portazgos, impuestos que debían ser satisfechos a sus arcas. El comercio y manufactura de la lana tuvieron allí importantes telares desde donde partían tejidos hacia Cataluña, Langedoc, el Mediterráneo... Además, gozaba de fueros otorgados por la corona de Aragón, a la que perteneció, y perdió de manera violenta bajo el reinado de Felipe II. En definitiva, la ciudad creció otra vez, "reventando" sus murallas y extendiéndose extramuros de este a oeste, expandiéndose bajo el cerro que la guarda al norte, al amparo de la antigua torre del Andador. Y hasta ella llevaron de nuevo las murallas, haciéndolas ascender colina arriba hasta unirlas a esa torre, protegiendo ciudad y río, vigilando la vega fértil que cae del otro lado y proporciona alimento a sus habitantes. Aún habría de crecer de nuevo hacia los únicos espacios posibles, al este en el arrabal, al oeste en el barrio del Carmen, pero ya no se amuralló.

Por tanto, los muros explican Albarracín, aunque también el río que la recorre y nutre al fondo de los barrancos, discurriendo entre meandros, haciéndola inaccesible y frágil a la vez —Pedro III la sitió y, ante la negativa de sus habitantes a entregar sus llaves, cortó el Guadalaviar aguas arriba, haciendo perecer de hambre y sed a sus habitantes. A los seis meses hubieron de ceder—. Pasear junto a su cauce una tarde de otoño constituye una experiencia deliciosa: al rumor de las aguas del río se suma el del viento en los chopos altivos, coloridos, queriendo alcanzar con sus ramas las alturas del castillo. Puentes, pasarelas, acequias, pasos elevados junto a los barrancos, huertos abandonados, un viejo molino con su balsa y su azud; remiten a otros tiempos, no sé si mejores, pero sí más pegados a la tierra, al agua, al aire que respiramos y nos conforma, nos hace humanos, nos devuelve a una melancolía antigua que sus ciudadanos tratan de rentabilizar con el turismo: vender pasado es lo que resta a lugares como este para sobrevivir.

Y a ello se aplican con diligencia, aunque no solo. Veremos por qué. Las calles de la ciudad se muestran exquisitamente conservadas —aunque siempre quede recorrido de mejora: los cables telefónicos (¡qué vergüenza!, por la parte que me toca) afean unas fachadas que los de la luz han sabido ocultar—: no se permite el uso de otros materiales que no sean los tradicionales: cantos rodados, piedra caliza o de rodeno en la pavimentación de las calles, madera y forja de hierro en ventanas y balcones, revestimientos de yeso rojizo en las fachadas (o azulete en el palacio de los Navarro de Arzuriaga que, por extraño que parezca, fue habitual en la zona), tejados de teja roja —excepto en el cimborrio de la catedral, donde son de color amarillo verdoso: tal vez un guiño al pasado musulmán de la ciudad—, y escrupuloso respeto a los pasos comunes, quizá impuesto por la falta de espacio para la construcción, así las viviendas crecen en altura y en anchura a medida que ascienden sus plantas, al objeto de aprovechar al máximo la superficie de que se dispone, pero sin invadir jamás la calle. El resultado: calles sombrías para veranos de calor intenso bajo los aleros de los edificios, que llegan casi a tocarse. El ejemplo más significativo es la casa de la Julianeta donde, en una esquina entre tres calles, puede apreciarse como se ha convertido la necesidad en virtud, ensanchándose a medida que asciende, sin invadir nunca la calzada. La casa, rehabilitada, sirve de alojamiento temporal a los artistas becados por la ciudad. En definitiva, sus casas presumen de estar hechas con los mismos materiales, las pobres y las ricas, las populares y las selectas, la diferencia radica únicamente en la forma de trabajar esos materiales que proceden, por supuesto, del entorno más próximo. Todo un ejemplo de sentido común.

Cuando me refería a que no solo venden pasado, trataba de decir que Albarracín es una ciudad con una vida cultural enorme —en épocas no pandémicas, desde luego— para su población (¡1025 habitantes!, INE 2019). En la iglesia de Santa María se programan con regularidad conciertos de música sacra y clásica, jornadas literarias, congresos, cursos —pintura, fotografía, restauración, música, historia y cultura medieval— impartidos por reputados docentes en el Palacio Episcopal, sede de la Fundación Santa María; la torre de doña Blanca acoge exposiciones de pintura y fotografía, la iglesia de San Juan sirve como aula educativa para alumnos de primaria y secundaria, su museo —primero hospital, cárcel de distrito tras la guerra civil— recoge el testimonio de la ciudad y dedica salas a artistas locales... En fin, un lujo al alcance de pocas poblaciones más habitadas.

Por mor de la pandemia tuve la fortuna de haber sido guiado en exclusiva a la catedral, al castillo, de realizar un recorrido ilustrado por calles y plazas: un lujo propio de un ministro o una estrella del cine que nunca agradeceré lo bastante. La catedral, con sus capillas y retablos de diferentes épocas y estilos —allí conviven románico, gótico y renacentista, sin complejos, en virtud de las modas y los obispos que pasaron por ella—, me fue mostrada por Pilar, con paciencia e infinidad de datos eruditos o simpáticos, incluso prohibidos, que consiguieron entusiasmarme. Me llamó la atención especialmente el coro, ubicado en el lugar opuesto al ábside y a su mismo nivel; prodigio artístico del trabajo en la madera, pero, antes que nada, respuesta a una necesidad imperiosa de sus promotores, pues el coro resulta de la elevación desde el río de unos descomunales pilares y contrafuertes que lo hacen, literalmente, elevarse desde el suelo hasta la altura de la catedral para anexarse a ella. Visto desde el cauce, impresiona.

Pero como no todo es espíritu sino que también existe el estómago, y esta fue una jornada de placeres consecutivos, todavía disfruté de alguno más, a saber, las delicias de la casa de comidas Alizia, donde gastronomía y espiritualidad se superponen. Mientras cenaba, sobre el barranco frente a esos muros que veis, ocurrió un hecho poco habitual, una inmensa y opalina Luna Azul* aparecía sobre él bañando Albarracín con su luz. Se me antojó pensar que era Javier**, y se despedía de nosotros con elegancia suprema.

Ahí va el lugar, la carta es aconsejable conocerla in situ.

*Se denomina luna azul (traducción del inglés blue moon) a la segunda luna llena ocurrida durante un mismo mes del calendario gregoriano, lo que sucede aproximadamente cada 2,5 años​ y, originalmente, al tercer plenilunio, cuando en una estación cualquiera del año se dan cuatro lunas llenas en lugar de tres.

**Javier Reverte, celebrado —y llorado—escritor de viajes, fallecido esa misma madrugada, bajo esa misma luna.

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