Mi mejor amigo
Agrios recuerdos de internado. Carreras hacia las duchas al
amanecer, castigos, represión, injusticia ejercida con severidad sobre los
niños; burocracia aplastante, sinuosa, absurda que a nada conduce y, en el
caso de esta historia, a punto está de llevar a un chaval a la muerte.
Sucede en Turquía, en las montañas de Anatolia, en un internado
masculino del Kurdistán, pero bien podría ser en cualquier lugar del mundo
donde la pobreza o la falta de recursos lleva a muchos padres a hacer uso de
una beneficencia sin vocación de serlo: beneficiosa, digo; capaz de trasladar a
los niños la frustración de sus monitores, la crueldad ejercida de forma sistemática
sobre una infancia indefensa que, paradojas del destino, en algún caso acabará
formando parte de la misma estructura represora: sí, el chico internado se convierte,
con el tiempo, en monitor o profesor de la misma institución, cerrando de ese
modo un círculo vicioso de maltrato.
El aire no corre en esos centros. De puertas adentro el director
es Dios, el personal empleado en tareas de mantenimiento, enseñanza (!),
lavandería, administración, enfermería… perpetúa una serie de usos, privilegios,
corruptelas, y toneladas de servilismo sin saberse, además, víctimas del mismo sistema
que ejecuta con brutalidad sobre las personas a su cargo: chicos doblemente
excluidos por la obtusa necesidad de sus familias al confinarlos en esos
lugares, por la nula formación y escaso interés de quienes los gestionan.
Las nieves perpetuas que sepultan las cumbres donde se
levanta el internado en la película, actúan como elemento represor añadido: no es posible
escapar de él sin comprometer la vida, la cobertura telefónica es nula o escasa
—el director ha de subirse a una silla para mantener una
conversación con los servicios de emergencia—; el frío, el hielo, el cielo gris
a toda hora, todos los días precipitándose en blancos copos que cubren el
paisaje abunda en el sentimiento de encierro, de aislamiento. No hay nada que pueda
hacerse al margen de esa gestión burda, donde no se busca la solución a
problema alguno, sino saber quién lo ha provocado.
Dos amigos cometen la “torpeza” de ducharse con agua
caliente, de manera furtiva, en la sala de calderas del centro; sufren un percance que
afecta a uno de ellos hasta hacerle perder el conocimiento. El contexto lleva a
pensar que ha cogido una pulmonía; la realidad es que se ha golpeado con un
tubo suelto. La trama pone de manifiesto que la causa es lo de menos; lo
interesante es comprobar cómo funciona un lugar así, en un sistema, para
colmo de males, totalitario: los valores de patria, nación y privilegio son
inculcados con violencia desde la infancia.
Lo positivo: sorprende verificar cómo, incluso allí, las flores son
capaces de crecer bajo la nieve, en los sitios más insospechados: se percibe en
el humor, las gamberradas, la camaradería, el desparpajo de los chicos a pesar de las reconvenciones como —única— forma de supervivencia. La palabra bullying
estaba por inventar.
Escribía al inicio que son las familias con menos recursos las que optan
por estos sitios como forma de sacar adelante a sus hijos. No es cierto. El
actual —de tres días a esta parte— rey de Inglaterra, Carlos III, habitó uno de
estos en las montañas de Escocia, Gordonstoun. También su padre, Felipe de Edimburgo.
Buscaban formar su carácter, y, aunque hayan de salvarse muchas distancias, la
idea es la misma: disciplina férrea, represión y falta de todo afecto por principio.
Este se encuentra solo en Tu mejor amigo, al que proteges, te protege.
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