Buena suerte, Leo Grande


Una mujer madura, viuda reciente, con los hijos fuera del hogar y jubilada desea sentir un orgasmo. Para ello contrata los servicios de un prostituto —él prefiere denominarse trabajador sexual—. Los encuentros —hay cuatro— tienen lugar en un céntrico hotel de Londres.

Esta podría ser, en síntesis, la trama argumental de la película. Pero hay más, mucho más.

Por comenzar desde el principio, lo que vemos en ese hotel londinense es a una mujer sensata, atractiva y tremendamente insegura de la decisión que, por fin, se ha decidido a llevar a cabo, luego de dos años de haber enviudado. Aguarda la llegada de Leo Grande, el prostituto que ha de acompañarla en su propósito, a saber, alcanzar ese primer orgasmo que treinta largos años de matrimonio y mucho fingimiento no han podido proporcionarle. Siente que el tiempo se le escurre, su cuerpo se desbarata y no ha sabido darse el placer que necesita.

De otro lado, se nos muestra a Leo como un joven muy atractivo: mulato, bellísimos —casi transparentes— ojos verdes, labios gruesos, nariz perfecta; cuerpo torneado, esculpido en largas sesiones de gimnasio; aunque, lo que resulta más llamativo por encima de cualquier virtud física sea el trato exquisito, amable, delicado con su clienta: atento a los tiempos, necesidades, dudas e inseguridades de esta mujer que dice sentirse «abrumada» por lo que se le ofrece: ella ha contratado sus servicios, pero, de momento, no conoce más que su nombre comercial.

Entiendo la historia como deshonesta, engañosa, falaz y pretenciosa al abordar de manera escurridiza la necesidad de satisfacción sexual a cualquier edad.

En primer término, blanquea la prostitución. La muestra como una opción respetable, algo que uno/una puede adoptar sin más que proponérselo: basta ser consecuente con la profesionalidad que de ella se deriva y prepararse concienzudamente para esta; a saber, no rechazar ningún encuentro en función de la edad, aspecto físico, o extravagancia que pueda demandar el usuario/a: «una de mis clientas es minusválida y goza cuando la baño y le digo guarradas; otro, prefiere que me disfrace de conejo y corretee por la habitación durante la hora que dura el encuentro», reconoce, Leo Grande a Nancy Stokes, ambos nombres ficticios en la trama. Aunque a nadie se le escape que esa condición —la de la opción profesional voluntaria, no digamos ya gratificante o realizadora— esté al alcance de una parte minúscula de la población que la practica. Sin entrar a juzgar su conveniencia o no, es infinitesimal el número de personas que optan libremente por la prostitución como vía laboral. Entiéndase por libre la oportunidad de acceder a una manera “poco habitual” de ganarse la vida, no al ejercicio del libre albedrío, ese no se discute, querido Fernando Savater (Sí y no, El País, 28/05/2022)

Engaña al espectador al proponerle un debate que acaba siendo falaz. Si Nancy Stokes (Mrs. Robinson, en la ficticia vida real, valga el guiño a otra famosa película), desea tener un orgasmo y vence su miedo a contratar a un profesional para encontrarse con este en la habitación de un hotel; si este es, además, delicado, sensible, culto, paciente, respetuoso, imaginativo … y un montón de virtudes más, ¿a qué cuestionar cuáles fueron las razones que le han llevado a la profesión? ¿Por qué entrometerse en su vida privada y tratar de saber quién es en realidad Leo Grande? ¿A qué viene justificar la decisión de este cómo trabajador sexual por causa de un desaire de la madre en la infancia? ¿A qué mencionar a las madres en un cuarto de hotel donde lo que se ha ido a buscar es un orgasmo? En mi modesta opinión, tiene razón el personaje de Leo cuando dice —más o menos— «querías sexo y te ofrezco sexo, me has contratado para esto», ¿a qué obedece engañarse, desear ir más allá, tomar después un café? Es de imaginar que una mujer de la edad y condición que nos propone la historia, disponga de otros recursos para lograr eso mismo.

Para colmo, la mujer, Stokes/Robinson, ha ejercido durante su vida laboral como profesora de Ética en un instituto, lo que aporta un giro interesante al asunto: aquello que debería cuestionar desde el punto de vista de la materia (de hecho, lo manifestó ante sus alumnas: «si os comportáis como zorras, os tratarán como a zorras»; personalmente, no veo conflicto en la afirmación), acaba por practicarlo en su vida privada: creo entender, aunque quizás esté equivocado, que el intercambio de sexo por dinero es éticamente reprobable. Pero también este punto se nos disfraza. En el filme, en palabras del personaje de Leo, no existe tal: por lo que se paga es por el encuentro; después, dos personas adultas, en posesión de todas sus facultades y sin coacción alguna, deciden mantener (o no) relaciones sexuales, intercambiar fluidos (!). Parece una tomadura de pelo.

Encuentro sobrepasado el histrionismo de la, por otra parte, enorme Emma Thompson. No dejo, durante toda la proyección, de ver a la gran actriz que es, pero en ningún momento siento a alguno de sus personajes: ni a Stokes ni a Robinson; ni a la valiente mujer capaz de citarse con ese “putito”  —como se autodenomina el airado Leo cuando se siente desenmascarado— en un céntrico hotel; ni a la atribulada señora, harta de no tener buen sexo; ni a la profesora quemada con el ejercicio de su profesión y puesto de manifiesto en Becky, la joven camarera del hotel donde se citan los protagonistas, alumna suya en el pasado: parece como si, por el hecho de haber recibido nociones de Ética —no mucho más se alcanza en el bachillerato—, uno estuviese en condiciones de optar a una profesión mucho mejor remunerada y/o valorada.

Sí considero, en cambio, valiente la actitud de Emma Thompson cuando decide desnudarse ante la cámara en una escena en absoluto gratuita: la mujer explora un cuerpo en decadencia que otrora fue bello, y lo sabe. Pero quien muestra el cuerpo es la actriz en similar circunstancia. Cuando la mayor parte de su generación opta por salir retocada (física o digitalmente), Thompson muestra con orgullo sus arrugas, sus flacideces al servicio del papel que interpreta. Ni siquiera el apolíneo actor, Daryl McCormack, que da vida a Leo Grande, es capaz de mostrar completamente el sexo a cámara como ella sí hace. El miembro viril sigue siendo tabú en el cine.

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