Gloria y turismo en Compostela
Lo primero que llama la atención una vez se llega a Santiago
es el río de turistas (a menudo peregrinos mochileros) procedentes de todas las
partes del mundo que, siguiendo las estrechas calles del casco antiguo,
convergen en la plaza del Obradoiro. La algarabía de idiomas, razas, atuendos,
medios de transporte-peregrinaje, mendigos y excursiones —más o menos pastoreadas
paraguas en alto—, es indescriptible. Este día ocupaba gran parte de la plaza un
muestra de coches antiguos de la firma Citröen, modelo Dyane, además de un
vetusto autobús de línea (!). Enhorabuena a los responsables, salud para Víctor Manuel Vázquez Portomeñe, autor espiritual del milagro santiagués: entre todos han conseguido
transformar la ciudad en un bellísimo circo en piedra donde la gente acude durante todo el año;
el entorno se ha transformado en una feria del pulpo a la ídem, el souvenir y la restauración mal encarada, además, cara: al menos en dos de las
experiencias de la jornada, desayuno y comida.
El día amaneció espléndido, aunque frío y ventoso. Las nubes barrían de cuando en cuando la ciudad tomando, en ocasiones, tintes oscuros; sin llegar a descargar en ningún momento su agua y transformarse en suaves bolas algodonosas que pondrían, más tarde, el contrapunto mágico a una visita al Pórtico de la Gloria.
Tanto la Fundación como el pórtico eran objetos de visita
este día. La primera por conocer la vida y labor de un hombre enorme, capital en
la historia de la cultura gallega. La segunda por apreciar esa grandiosa obra en
piedra esculpida tras la minuciosa restauración de que fue objeto entre los
años 2008 y 2018.
La sola visita al palacio de Bendaña, sede de la Fundación
Eugenio Granell, justifica el desplazamiento a la capital. Por lo que a mí
respecta, lo ignoraba todo de este gigante de la cultura antes de la visita a este
espacio, apenas había escuchado una referencia en la radio. Una vez allí, es apabullante la
riqueza artística y vital de un hombre que se vio obligado a exiliarse tras la guerra civil española, pasó por varios países y ciudades americanas (República
Dominicana, Puerto Rico, Guatemala, Nueva York, etcétera) y regresó a Madrid
mediados los años ochenta. Durante su exilio tuvo ocasión de relacionarse con
los intelectuales que la guerra en España primero, y en Europa después, iba
arrojando a las costas caribeñas y americanas (el músico Casal Chapí, Pedro
Salinas, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Marcel Duchamp, André Bretón, Max
Ernst, y un largo etcétera). Se empleó como músico al principio (primer violín
en la orquesta que dirigió Casal Chapí), aunque ejerció diversos oficios, todos
relacionados con la creación: pictórica, fundamentalmente, pero también
literaria (novelista, poeta, ilustrador). Adscrito a la corriente surrealista,
enseguida firmó el manifiesto redactado por André Breton —a quien entrevistó— y
se sumó al movimiento que, bajo la influencia de la obra de Sigmund Freud,
permeaba las vanguardias artísticas tras la Primera Guerra Mundial. Una de las
salas de la Fundación está dedicada al conjunto de su obra. Grandes, coloridos
lienzos donde el autor refleja el surrealismo, como lo define el diccionario de
la RAE, ese "movimientos artístico y
literario que intenta sobrepasar lo real impulsando lo irracional y onírico mediante
la expresión automática del pensamiento o del subconsciente”. Hoy forma
parte del imaginario colectivo: cualquiera es capaz de asociar la obra de Dalí o
Magritte al movimiento, aunque posiblemente no fuera así en sus orígenes y los
autores serían incomprendidos, minusvalorados. Todos soñamos, llevar esas imágenes
y sensaciones a un lienzo no deja de ser complejo: ¿Por dónde empezar? ¿Qué plasmar? ¿Cuál es el sentido?
Aunque la inquietud artística de Granell comenzase antes incluso
de la Guerra Civil, editando publicaciones y revistas donde defendía las bases de
un socialismo militante en los años previos a la confrontación militar. Participó
activamente en el frente a favor de la República para llegar después a los
campos de concentración franceses, y al exilio en el Caribe tras ser rechazados
en Chile los refugiados españoles. O impartiendo clases de literatura española
en el Brooklyn Collegue de Nueva York.
Gran coleccionista, máscaras, tallas, esculturas y objetos de las culturas y lugares por los que transitó constituyen un lujo expuesto en el mismo centro de la ciudad, junto a la fuente del Toral, donde los peregrinos aprovechan para “remendar” sus lastimados pies.
También su mujer, Amparo Segarra, autora de collages,
dispone de una sala en la fundación junto a su amiga y artista, Esperanza
Durán. Ambas ofrecen obras de una gran precisión técnica e intención de
denuncia; en tiempos donde las herramientas existentes las formaban tijeras y cola,
recorte, imaginación y talento, estas dos mujeres trascendieron su mundo de
simples consortes para crear obras de significativa belleza y plena vigencia.
Philip West, autor surrealista afincado en Zaragoza hasta su
muerte, donó a Eugenio Granell parte de su obra. Se expone en una sala del mismo
centro y nos interroga acerca de la vida, la muerte, la injusticia, la mujer,
el deseo, la pasión. Destaca su última cuadro, dedicado a su mujer, Marián; terminada
días antes de su muerte, muestra una gran M y una W, siglas del nombre de esta y
apellido del artista sobre fondos de color intenso con casas y cruces en el interior.
En las salas superiores una gran biblioteca con todos sus
títulos, y otra sala dedicada al pintor gallego, Carlos Maside, “el pintor más
colorista en su arte de los que había en Santiago”, según reza el folleto
explicativo. Esclarecedor en su personal visión de los trabajos del campo, los
mercados, pescaderías o labores urbanas.
Respecto al Pórtico de la Gloria, mención especial para sus trabajadores —trabajadoras, en este caso—, que desde la reja de acceso o bajo la misma piedra tallada, tratan de lidiar con la multitud y su propósito particular; en todas las lenguas del mundo, todos los días de la semana: “para esto hay que valer”, asegura una de ellas. La primera impresión que uno se hace es de antipatía: a velocidad de vértigo comentan gran cantidad de cosas que no puedes hacer, pero cuando, después de algunos minutos uno las observa responder a cuestiones triviales —«por allí, dando la vuelta, eso no es aquí, debe obtener una entrada, descargue este código QR, no puede hacer fotos, no se apoye en las columnas, cuidado con los escalones…»”—, determinantes para quien visita el lugar quién sabe desde dónde, acaba por darse cuenta de que el surrealismo antes mencionado debe ser aquel que aparece una vez cierran los ojos estas mujeres cada noche; por un sueldo escaso, casi con seguridad.
Una vez arriba, y tratando de tener en cuenta cada una de
las solicitudes y prohibiciones, nos disponemos a, “estar bajo la Gloria”, como
aconseja con ironía la guardia jurado a la pregunta de qué es lo que se puede
hacer. Seguiremos su consejo para apreciar, bajo la oportuna luz cambiante que
aportan las nubes esta tarde ventosa del primer día de otoño, la maravilla en
piedra que es el pórtico. Evangelistas, apóstoles, profetas, angelotes,
condenados y salvados tras el juicio final; Santiago apóstol, el maestro Mateo;
Jesús, o los músicos de ese coro celestial dispuesto para tañer sus instrumentos
de un momento a otro, se ofrecen al visitante bajo un delicado rubor en piedra
que los humaniza y encarna. Los detalles más inverosímiles se muestran tallados
igual que si las figuras fuesen de cera blanda. Un conjunto que apabulla, se
hace sonoro, aunque también doloroso debido al tiempo dedicado a mantener la cabeza erguida
y el cuello atento a cada detalle.
Nadie dijo que fuera sencillo alcanzar la gloria.
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