Villa Diodati

 

Villa Diodati, 1816. Verano. Un volcán estalla en Indonesia. Europa se cubre de cenizas, nieve y fantasmas. La guerra ha terminado. La desolación se abre paso en un mundo devastado. Napoleón se pudre en Santa Elena. El galvanismo hace furor entre científicos e intelectuales. Edward Jenner desarrolla e inocula su vacuna contra la viruela, obtiene tanta aceptación como rechazo. Las Armadas rusa y británica se debaten entre el desguace o la exploración cartográfica (los mapas todavía están llenos de ausencias). Una navega hacia el oeste, busca el paso al Pacífico a través de los hielos polares canadienses. La otra lo hace hacia el este, parte de Arcángel con destino Kamchatka surcando los mares siberianos. Tras décadas de infructuosas y terribles campañas (dejando un saldo enorme en vidas y flotas), las dos navegan el Ártico rumbo al remoto archipiélago Diómedes: cuarenta millas al este de América, cuarenta al oeste de Asia. Cuarenta años antes de que el Gjoa atravesara esas aguas.

Uno ha huido hacia los hielos. Las últimas noticias sobre su paradero lo sitúan en Reikiavik, trata de alcanzar Groenlandia, dejar atrás un sin fin de crímenes horribles. Su creador, ¡el moderno Prometeo!, se ha embarcado en la flota inglesa para dar con su paradero. Anhela destruirlo. Vengar el daño causado por ese ser monstruoso que su ciencia y vanidad desmedida han concebido: su prometida, su propio hermano han sido asesinados por sus manos; su carrera arruinada. Solo la destrucción de su obra antes de que alcance a perpetuarse —y dar lugar a un saga de seres viles como él—, conseguirá, al menos, acallar su mortificada conciencia.

El otro surca aterrorizado los ríos europeos: del Rhin salta al Danubio para alcanzar Moscú a través del Volga. Remonta el Dnivá hasta el Mar Blanco, vive cada hora al borde de la desesperación. Lleva años habitando las bodegas de gabarras atestadas de cucarachas y ratas, con el agua infecta de las sentinas a la altura de la cintura —«¡si al menos Polidori hubiese concebido un patán!»—; procurándose, en los callejones húmedos de los puertos, víctimas beodas con que saciar su eterna sed de sangre. Arrastrando a su cubil mujeres perdularias que ganar para una causa más noble, el amor. «Otra estúpida contradicción del doctor: cuando su mera existencia, su condición de habitante en tinieblas, su necesidad imperiosa de alimento, su absurdo objetivo en un mundo habitado por el odio lo convierten en proscrito». Al llegar a las soledades heladas sus perseguidores se reducen, sí, pero también sus víctimas. No así su afanosa búsqueda: la expiación a través del afecto. Teme por su vida desde el instante mismo de su concepción, desde aquella palabra que la pluma de su creador trazó sobre el papel en el lago Lemán, vampiro. Antes de aquella noche no existía, tampoco Frankstein. Tras ella los dos alcanzarían la inmortalidad, y eso, no es en absoluto deseable.




Se han mantenido con vida sacrificando focas, morsas, rorcuales, cachalotes … varados en aquellas arenas desoladas. En alguna ocasión han caído, espectrales, sobre los escasos aborígenes que tormentas y hielos han arrojado a sus costas. Uno habita Diómedes Mayor; el otro, Menor. Hoy avistan entre la bruma el pabellón de un barco ... ¿inglés?, ¿ruso?; los dos avanzan desde un cardinal opuesto. Se aprestan a encender fuegos. Cada uno en su isla tratará de arrojarlos contra las rocas: asegurarse el sustento, proteger sus vidas, despreciar el amor del que siempre han sido privados ... Por eso Amundsen nunca supo de sus predecesores y, engreído, alcanzó la gloria. Pasó ante las islas envuelto en la niebla, sin conocer su existencia. Continuó exultante hacia el sur, buscando impaciente un telégrafo.

Tal vez sea mejor así: han alcanzado el afecto que sus creadores les negaron. No se tiene noticia, en cambio, de los concebidos por los arrogantes Byron y Shelley esa misma noche de verano. 

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