Alfredina

 

Olor intenso a verano: eucalipto recién talado en mitad del bosque, aroma a cabaña entre los álamos, miasma en las charcas repletas de renacuajos y tritones. A caseta ruinosa con ventanas sin cristales, el tejado a medio caer donde, por no volver al internado, acudíamos a cagar de niños. Acuclillado, miraba el agujero en el techo y veía pasar las nubes mientras escuchaba gritar mi nombre desde un prado cercano, junto a la tapia del cementerio al que habíamos ido a jugar la tarde. Grandes moscas verdes picoteaban sobre antiguas deposiciones secas. Sentía el hedor impregnando el lugar sin molestia: aquellas mierdas nos pertenecían, habían salido del interior de cuerpos menudos como el mío: desharrapados, enclenques, brutalmente salvajes y tiernos. «¿Cómo nos verían todos esos ojos —ocelos, decía Sor Sagrario— diminutos y brillantes?»

«¿Qué hacías? Se va a hacer de noche y aún no te has quedado». El grupo observaba desconfiado mi regreso. «Estaba cagando», respondí airado. «¡Pues podías contestar!, ¿o es que no te sale la caca cuando hablas? ¡Venga, ponte!» Apoyado en el muro aspiraba el olor a cal recién aplicada, contaba hasta cincuenta desganado: el antebrazo en la pared, la cabeza sobre el brazo, los ojos abiertos mirando las rodillas blancas, secas, plagadas de costras sin cicatrizar. Los chicos corrían a esconderse a mi espalda. Los números se sucedían en voz alta. De súbito, la hierba comenzó a agitarse susurrante. Perdí la cuenta. Mejor, la deje correr bisbiseando cifras al tiempo que la cabeza de un enorme lagarto verdeazulado asomaba entre unas matas. Despacio, me despojé de la camiseta y la extendí entre las manos. El bicho había descubierto el cuerpo entero, se agarraba con fuerza a la pared, destellaba en tonos irisados. Trepaba a impulsos breves, rápidos, imprecisos como el recorrido de un látigo. Su piel escamada palpitaba en el estómago. La punta de una sandalia sobre el talón de la otra y ... avanzar descalzo como hacían los indios: sigiloso, preciso, letal.

«¡Mirad!», me excusé cuando volvieron después de largo rato. Caminaban deprisa, enfadados. «¡Acabo de cazarlo!». Volteé la mirada hacia la camiseta arrebujada sin dejar de sujetarla con suavidad y firmeza. Arremolinados ocultaban la luz con sus cuerpos. Sugerían nombres. ¿Qué comería? ¿Dónde lo guardaríamos? ¿Cómo lo ocultaríamos de los perros que vagaban por el pueblo? «Nada de nombres todavía. Tenemos que ver cómo se porta y pensar después», respondí resuelto. «Come moscas. Intentaba atrapar una cuando lo cacé, así que el mejor lugar será el cagadero, sobre las repisas de la antigua cocina». Guardaban silencio, miraban y asentían. «Ah, y soy el jefe del lagarto. Se hará lo que yo diga». Asumían mi autoridad resolutiva.

Todos los pasatiempos pasaron a ser uno: mantenerlo con vida en un sitio apestoso, pero útil. Las monjas nos sorprendían insomnes durante la siesta; después, un poco de agua fría en la cara y correr atropellados al lugar para convertirlo en jaula digna. Tendríamos que recoger las mierdas y hacer un agujero en una esquina: ¡necesitábamos las moscas! En pocas tardes el espacio estuvo ventilado y aseado al retirar tejas, cristales y tablones rotos. La letrina se ocultó bajo una madera. Recogíamos su alimento con un improvisado ganapán.

Los juegos se interrumpían con excusas inverosímiles. De pronto, desaparecía el portero, o un delantero avanzaba sin marca directo a gol: chutaba asombrado y levantaba los brazos incrédulo, sin gloria. Yo intentaba restablecer cierto orden, pero caía también en la tentación de visitar a Alfredina —los ojos saltones de una  de las monjas determinaron su nombre (que el animal fuese macho o hembra era irrelevante)—. Ella nos miraba desde un costado ladeando inquieta el cuello. Nos veía bajar los pantalones simulando necesidad frente a la fresquera remendada donde la habíamos instalado. Fascinados, imitábamos sus movimientos desde aquella posición absurda; sacábamos la lengua con frecuencia como hacía ella; dábamos pequeños botes sobre los talones; meneábamos las nalgas como ella el rabo. Hasta saltar sorprendidos al escuchar una voz en la ventana: «¿te falta mucho? ¡No aguanto más!».

Entonces, en el comedor, la cara de Sor Alfredina se volvió suspicaz al servirnos: «¿Qué, alguno quiere repetir? ¿Quién llamó por aquí? ¿Por qué no contestáis cuando os hablo?» Volvía rezongando a la cocina creyendo escuchar voces en su cabeza, levantando hacia el cielo sus grandes ojos de reptil hasta dejarlos en blanco.

Una tarde descubrió el escondite —alguien se había ido de la lengua—. Se deshizo del delantal y, ataviada con el hábito azulón y la cofia verdiblanca, atravesó sigilosa el espacio entre literas creyéndonos dormidos. El comedor y la iglesia se unían a través del dormitorio. Desde aquella se accedía al cementerio y a la ruina que había pertenecido al guarda. Tan pronto sonó la campana que ponía fin al descanso salimos hacia la casa con malos presagios. Agazapados tras un murete, observamos: ellas ejecutaban una danza de lo más pintoresca: si la una movía el rabo desde la fresquera, la otra agitaba el trasero desde el suelo; si torcía el cuello en un espasmo, la monja la imitaba sin disimulo; cuando la una saltaba sobre sus patas, la otra lo hacía sobre los talones. De repente, Sor Alfredina se incorporó y recogió el hábito hasta la cintura, mostrando un culo tan blanco como la tapia del camposanto; la lagarta pareció encogerse sobre la cola y elevarse un poco. Entonces ambas comenzaron a cagar y mear al tiempo. ¡Todo parecía salir del mismo lugar! La hermana emitía al hacerlo extraños suspiros de placer, las dos entornaban los párpados extasiadas. Ya no había duda, nuestra lagarta era hembra.

«Los lagartos comen sol, necesitan del calor para vivir. Pasada esta estación duermen hasta el verano siguiente. ¿Querríais vosotros que os quitaran la comida?», esa fue la justificación que la delegación de niños llorosos obtuvo de la Madre Superiora tras soltarla. Nosotros solo sabíamos que comía moscas y cómo conseguirlas.

El tiempo logró que olvidase a la lagarta, jamás el culo níveo de Sor Alfredina.

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