Curragh


Esta historia acaba mal. Como aquellos relatos bellos y trágicos que nos acompañan a lo largo de nuestras vidas, Danny Sheehy, promotor y protagonista de este, muere al final. Un nueve de junio de hace cuatro años. A causa del infarto sufrido tras naufragar en la playa de Caminha (Portugal) cuando trataba de remontar, junto a sus compañeros de travesía, la peligrosa barra que forma el río Miño al desembocar en el mar Atlántico.

Se había embarcado con cuatro amigos en una pequeño bote impulsado a remo. Su propósito era peregrinar a Santiago de Compostela en una navegación de 2500 kilómetros a vista de tierra. Debían arribar a Gales, atravesar el canal de la Mancha, costear Bretaña, el golfo de Vizcaya y el mar Cantábrico. Trataban de unir en un mismo periplo las tierras que conforman el mundo celta con la devoción al santo español. En su empeño habrían de remar durante seis semanas —aquellas en que la meteorología fuese más benigna—, a lo largo de un período de tres años. Comenzarían a remar en 2014 para terminar cuando el santo patrón, o sus familias y obligaciones laborales, dispusiesen. La tarea debía comenzar con la construcción de la embarcación. La tradición (y Liam Holden, quien formaría después parte de la tripulación) acudieron en ayuda de Danny. Construyeron un barco ligero y resistente a los embates del mar, capaz de ser transportado en peso por ellos mismos cuando se detuviesen a descansar. Lo aparejaron con un pequeño mástil y una vela para aprovechar los vientos favorables; dispusieron los huecos que no ocupaban sus cuerpos para transportar tiendas de campaña, cofres con víveres y algo de ropa. El navío —término exagerado, dadas sus dimensiones— no podía ser otro que un modesto curragh, utilizado desde tiempos ancestrales en el oeste de Irlanda. De apariencia frágil, el curragh —denominado Naomhóg en Dingle, condado de Kerry, de donde procedía el grueso de la tripulación (salvo Glen Hansard, músico y cantante originario de Dublín)— es muy marinero, además de liviano: puede izarse a tierra o botarse al mar casi desde cualquier punto de la costa, sin otra asistencia que los brazos de sus tripulantes.


Y se hicieron a la mar (al río, en rigor: echaron el barco al agua en el Liffey, Dublín) frente al emblema más internacional de Irlanda: la mítica fábrica de cerveza Guinness. Es posible que quisieran emular a San Brandán —evangelizador de Irlanda en el siglo VI—, o tan solo alejarse unas jornadas de la gris monotonía de sus lluviosas tierras: donde las estaciones se suceden entre la recogida y siembra de patatas, y los días discurren cortando la turba con que alimentar el fuego. Cantando y bebiendo en el pub local para caldear sus corazones aventureros. En palabras del propio Sheehy, “anhelaban ver otros lugares, salirse de sus propias vidas, regresar, y contarlo”. En la más pura tradición homérica. Ese ha sido también el estímulo en los pueblos ribereños del Atlántico y el Cantábrico: pobres durante largos periodos de su historia, demasiado a menudo, emigrantes; siempre nostálgicos de la tierra que dejaban tras ellos, evocándola de continuo en relatos cálidos, canciones apasionadas y poemas tristes. Tan capaces de adaptarse a nuevos mundos, idiomas y formas de vida, como de verter en himnos tabernarios o exaltadas jigas su espíritu indómito.



No en vano la expedición estaba compuesta por un escritor y poeta, dos músicos, un pintor y ceramista, y un pescador y cantero que, aunque prosaico, igual de soñador. Esa fue la actitud: la disposición al ensueño, a la fraternidad que los llevó a compartir bailes, canciones y veladas intensas con habitantes de Milford Heaven, La Rochelle, Pasaia, Castro Urdiales, Cudillero o Puerto de Vega entre otros muchos pueblos marineros donde recalaron. Así lo afirmaría Glen Hansard cuando se incorporó en Pasajes para relevar a Brendan Moriarty —abandonó la travesía por motivos laborales—: “soy muy consciente del don de la música en este viaje, después de todo soy un hombre que canta sobre barcos”.

«Una ensenada cubierta de tiburones muertos medio enterrados en el fango». Así describe el escritor, periodista y viajero, Javier Reverte la escena ofrecida por la marea al retirarse en las playas de Keel (condado de Mayo, Irlanda). Su hígado ha formado parte de la economía local hasta hace no muchos años, según se lee en su obra Canta Irlanda. La víscera del escualo se ha utilizado desde siempre como fuente de alimento; también por sus propiedades inmunológicas y cosméticas al ser beneficioso para la piel. Los hombres de Achill —escarpada y desapacible isla donde se encuentran también los pueblos de Dooagh, Doogort o el mencionado Keel— echaban cada mañana al mar sus endebles curraghs y trataban de arponear los tiburones que se acercaban por centenares a sus costas. «Después de izarlos a bordo, uno por uno, les extraían el hígado a cuchillo y devolvían el cadáver al agua». Cuesta creerlo al observar la fisionomía de estas embarcaciones y conocer la indómita ferocidad de aquellas costas, tiburones aparte.

La construcción de estos barcos obedece al ingenio a que obliga la precariedad. La escasez de materias primas o grandes astilleros en el entorno fue el acicate de unos hombres que, obligados a buscarse el sustento, echaron mano de aquello que tenían más cerca: madera de roble y piel de animal. Con la primera construyeron una estructura robusta y ligera provista de quilla, cuadernas y baos en que asentar tres o cuatro bancadas para otros tantos remeros. Clavetearon pieles alrededor para formar el forro. Solo restaban hombres intrépidos capaces de gobernarla en un mar salvaje y una costa inhóspita.

Pasé quince días en la zona un lejano mes de junio, y apenas recuerdo un par de ellos en que la lluvia o el viento no azotasen inclementes el lugar. Las mañanas se mostraban a menudo apacibles: nubes algodonosas corrían veloces sobre un intenso cielo azul; sus sombras se agarraban a las colinas tapizadas de turba esmeralda; cientos de ovejas las veían pasar mientras pastaban, imperturbables, entre la hierba agitada. A través del ventanal de mi alojamiento contemplaba el panorama; sorbía desacostumbrado té como un irlandés de postín (si tal cosa es posible en un país donde la naturalidad es norma). Tras un pantagruélico desayuno planificaba excursiones por los pueblos del entorno: intentaba mejorar mi inglés y disfrutar de la simpatía local: calurosa, espontánea, mayor si regada con el negro elixir de Arthur Guinnes. Me acercaba al vecino Doogort —residencia veraniega del premio Nobel Heinrich Böll—, al urbanita Newport o a la colina que corona Dooagh. En este último, desde lo alto de un bello cono lacustre, admiraba la escarpada costa irlandesa o la inmensidad del océano que lleva derecho a Nueva York. Un fin de semana me acerqué hasta Galway donde música, algarabía y cantos tradicionales a voz en cuello, son parte indisoluble de las noches de sus pubs. Crucé en ferry hasta las míticas Islas Aran, sorteando desde la cubierta del barco las olas de un mar embravecido que salpicaba de rociones salados la plataforma superior. Y, tal vez por haberlas visto en persona, me resulte más increíble que esas embarcaciones, todavía en uso en aquellas costas, sean capaces de hacerse a la mar en largas travesías.

Pero fue en el verano del año 2019 cuando una cita de embarcaciones tradicionales volvió a traer a costas gallegas dos curraghs. Y volví a verlos. Orgullosos, rendían homenaje a la expedición de Sheehy y sus compañeros emprendida cinco años antes. En esa ocasión, contemplar a hombres y mujeres jóvenes remando vigorosos, irreductibles los mismos frágiles barcos frente a la costa de La guardia (Pontevedra), hasta perderse en el horizonte para alcanzar de nuevo la desembocadura del Miño —pagaban tributo a una forma de entender la vida, los sueños ... y a la persona que lo hizo posible: Danny Sheehy—, embargaban de emoción y fraternidad a quienes los veíamos desde el malecón. Una vez en puerto los remeros callejeaban entre las tabernas compartiendo cantos y cervezas con gallegos, vascos y cántabros que habían acudido al encuentro. Sonaban gaitas y acordeones llenando las calles de sonidos mezclados con olor a fritura de calamares, parrillas y vapores saliendo de potes de cobre. Camaradería y tradición entre ruedas de pulpo y canciones. También así se cuece la historia.

Ya en mayo de este año, cuando paseaba por las playas de Vigo junto a mi perro, la poderosa imagen que abre el texto me dejo boquiabierto: un barco era llevado de una nave a otra sobre una estructura con "ruedines"; el mar parecía llamarlo de nuevo desde un marco de postal. Semejaba un anciano avanzando torpe con su andador por aquellos lugares donde había conocido días mejores. De inmediato, acudió a mi memoria el título de un libro de Arturo Pérez Reverte, Los barcos se pierden en tierra. Y me puse a investigar. Ese que ahora rodeaba con admiración era aquel, el mismo que había partido hacía años de Irlanda para dar con su quilla a las playas de Portugal. Y no, no estaba perdido. Quienes lo habían construido en Dingle acudieron a restaurarlo a Vigo (con ayuda de Manuel Lara y, Buxa, Asociación Galega de Patrimonio Industrial), para que descanse en su Museo del Mar y rinda justo recuerdo a esta historia.

Pero, ¿acaso alguna historia acaba bien? ¿No nos espera a todos un final semejante en alguna costa lejana? En palabras de uno de los integrantes de la travesía, “la verdadera lección de este viaje es la aceptación, la epifanía: levantarse cada mañana y, remar”. No parece una mala idea después de todo. A fin de cuentas, mientras no estamos muertos estamos vivos. Quizá todo consista en convencernos a nosotros mismos.

Notas:

Los integrantes esta aventura fueron Danny Sheehy, Liam Holden, Brendan Moriarty, Glen Hansard y Brendan Begley .

El proyecto se filmo y editó más tarde en la hermosa película The Camino Voyage (https://vimeo.com/ondemand/thecaminovoyage).

La asociación Buxa contribuyó a la difusión de la travesía y a la posterior restauración de la embarcación (https://www.asociacionbuxa.com/?s=naomh).

Se han hecho eco las páginas https://www.zendalibros.com/naomh-gobnait/ y https://bluscus.es/el-camino-de-santiago-por-mar-a-bordo-del-curragh/









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