El rompeolas

 



Regresas cansado a casa. Al abrir la puerta el perro salta gozoso en la oscuridad ante ti: «vaya, ¡claro que sí, ahora nos vamos!», piensas un punto molesto. Tu plan era otro: tomar una bandeja con algo de fruta y un yogur, sentarte frente al televisor a ver "lo que pongan"; irte a dormir temprano. Pero con él trastabillando entre las piernas, pegando grandes saltos hasta alcanzar la correa con la boca, te sientes incapaz. Complaciente, buscas el paseo junto al mar, atraviesas las primeras terrazas nocturnas del verano; concurridas, extrañamente silenciosas: es, como si aún nos faltase costumbre; peor, la hubiésemos perdido. Todo ha de acomodarse de nuevo. Igual el ruido, la algarabía. En tu fuero interno lo agradeces, aunque se hace raro escuchar romper las olas entre el gentío susurrante. Y entras en la oscuridad. En esa senda sinuosa que, bordeando la costa, conduce a las playas y el perro desea alcanzar con urgencia, "tira de ti" unos metros por delante. Sentados en las escaleras de la rampa de acceso unos jóvenes beben en silencio, hacen "botellón" a la luz mezquina de una farola —tal vez planes, incluso—, frente a la incertidumbre de la estación que comienza. Ahora no escuchas más que la tralla de la ola al romper de punta a punta en el arenal. Observas al perro correr feliz, trazar grandes círculos en torno a ti, pararse de pronto y excavar un agujero enorme  con las patas delanteras. Excitado, apura el tiempo como harías ante la idea de volver a casa en una noche como esa. (Todavía le falta encontrar un palo y solicitar que se lo tires una docena de veces).


De súbito, desde el pequeño cabo que separa una de otra playa, la brisa ligera trae acordes de Come together; «right noooow», respondes sin pensar; «¡over me!», concluye una voz distante. Asciendes un pequeño montículo y divisas a lo lejos una carpa: luces de colores, un pequeño grupo de gente, el espigón con su faro en la punta; oyes aplausos discretos; escuchas, entrecortada, la voz de un hombre que agradece. Como una polilla alrededor de una lámpara, te sientes de inmediato atraído hacia el lugar. Pero antes has de atravesar ciertos escollos: la luz que escasea, la marea que no ha terminado de bajar del todo, las rocas que patinan ... Por fortuna, el can conoce de sobra el camino y le tiene miedo al agua, de modo que te dejas llevar por su instinto procurando no resbalar. Compruebas que la noche aún te depara otra grata sorpresa: sobre las piedras de un muro, centelleantes, docenas de luces verdes, diminutas, alineadas a unos metros unas de otras, parecen indicar con su fulgor el camino que conduce al chiringuito. «¿Será obra de los propietarios?», te preguntas, suspicaz. Te acercas para comprobar que se trata de ... ¡luciérnagas! Y te sorprendes de la cantidad de tiempo que llevas sin verlas —dicen que se extinguen, también—. Una en particular llama tu atención. Y es que la pobre ha ido a situarse en un hueco del muro donde nadie, salvo tú, verá su luz; su potente llamada sexual será ignorada por completo. Aunque tienes la certeza de no ser su tipo te planteas intervenir, y, cuál andante caballero, reubicar a la fogosa dama, tomándola entre los dedos. Mas, concluyes que la Naturaleza tiene razones que el corazón desconoce, ... reanudas tu propia llamada hacia la luz.




De modo que soy la primera persona —¡harta ya de la segunda! — que alcanza el local a esas horas solicitando mesa y gintonic. Justo en el momento en que el músico ataca Johnny B. Goode. Así que allá voy: «go, go, ... go, Johnny, go, go, go». (¡Media vida entendiendo Johnny, sé bueno! Algo en el ritmo debía haberme hecho sospechar que esa interpretación era idiota, pero a la luz se llega cuando se llega, y no antes). Una muchacha marcadamente grávida (bella palabra con que los portugueses se refieren a embarazada) que ocupa una mesa delante del cantante, se levanta en ese momento. Consulto a la camarera: «¿podría ocupar su lugar?», «me temo que no va a ser posible, es la moza del cantante», responde solícita tratando de no ahuyentarme: colocar una copa a estas horas, en estos tiempos y con la actuación a mitad de recorrido, es un éxito que me convierte en un ... ¡Dejémoslo estar! Me instala en una mesa solitaria, distante, pero donde el sonido, en cambio, llega nítido. No me quejo, no todas han de ser sorpresas agradables en una noche preñada de ellas. Cuando vuelve del baño procurando no tropezar con los escalones de acceso a la plataforma, su mozo recoge una salva de merecidos aplausos y, ... arranca Still got the blues. De repente, incendia la madrugada con ese hermoso rift por el que muchos profanos nos acercamos al gran Gary Moore, logra alzarme las tetillas y colocarme ante el espejo de mi cuarto de adolescente tardío, cuando blandía la escoba a pecho descubierto mientras sonaba esta canción en el tocadiscos. ¡Qué tiempos! El guitarrista se cuela entre las mesas recorriendo el mástil arriba y abajo con la mano izquierda, al tiempo que contrae su cuerpo en el esfuerzo de las notas. Alguien entre el público graba sus contorsiones con el móvil y él se deja querer, persiguiéndolo con su instrumento, agitándolo ante la cámara al tiempo que la música brota lúbrica de este. La mujer observa la escena con desgana y se acaricia la tripa sobre el vestido, apurando un café frío.

«Mañana en Marín. Pasado en Pontevedra. Instagram, Facebook, Youtube. Redes sociales, ya sabéis», se promociona como un vendedor de refrescos en la playa. De pronto anuncia una «que todos conocemos», y lanza un guiño de complicidad hacia la mesa frente a él. «I never meant to cause you any sorrow, I never meant to cause you any pain ...» ¡Dios, que placer! Definitivamente el sentido de la vida está en las cosas pequeñas, ¡y sorprendentes! Parece increíble que hayan pasado cinco años desde la muerte de Prince (lo compruebo mientras escribo, en aquel momento creía que eran tan solo dos), y me felicito por las ocasiones que tuve de verlo en directo. A modo de pequeño homenaje, me sitúo frente a las entradas enmarcadas con orgullo para comprobar las fechas; vuelvo a conmoverme: veo su pelo agitado (entonces lo llevaba largo) en aquel diminuto campo de fútbol junto a la bahía coruñesa, incapaz de dar cabida a estrella tan grandiosa. El viento de verano arrastraba hacia el mar estos mismos acordes; entonces brotaban mágicos de una guitarra con forma de símbolo bisexual. Ay, Purple rain, ay, O pequeno, ... otra luciérnaga que buscaba el amor sobre todas las cosas.

Dos acordes, tan solo dos, y el público excitado ya corea Sultans of swing. Eso es magisterio. A modo de despedida anuncia, por encima de la música, que nos regalará «un tema al precio de cinco» (sic). Encadena la mencionada con algo de Deep Purple, B. B. King y alguna otra que no recuerdo, para finalizar la velada con una larga distorsión decreciente que emite la guitarra abandonada en el soporte. El músico se retira con discreción al baño, a tomarse un trago, cobrar o fumarse un cigarrillo. Una parte del aforo, algo achispada, reclama «otra, güey».

Aún quedan por recoger un par de maletas, cables, pedales, micros, luces, ampli, echarse un par de guitarrones a la espalda y, conducir hasta casa. Su mujer se ha levantado y charla con alguien del público. De espalda, la veo frotarse los riñones con vigor por encima del vestido, los tobillos hinchados parecen negarse a sujetarla durante mucho más tiempo. Dicen que El rey del blues hacía entre 250 y 300 bolos al año en la década de los setenta; cuando le preguntaban por qué trabajaba tanto, solía responder entre risas, «porque tengo muchas mujeres».




La gente comienza a retirarse mientras termino mi copa. Ellas lucen piernas morenas, faldas cortas, vestidos ligeros, sandalias de strass... Ellos, lo mismo que en invierno, pero sin jersey. El músico interrumpe su tarea para atender una llamada repentina, ¿una actuación tal vez? Nada puede rechazarse con una criatura en camino. Cuando me alejo hacia la playa habla con el hostelero y continúa recogiendo sus cosas: «es rock and roll, tío», dice en una frase fuera de contexto para mí. «But I like It», pienso mientras me interno de nuevo en las sombras. Ya lo advertía Sabino en El rompeolas:

....

Jueves, viernes, sábado sentado junto al mar
Es un buen lugar para irse a olvidar
Dejé a mi familia junto al televisor
En el rompeolas aún se huele el sol

Tú, chica, puedes vivir
Una vida de hogar
Búscate un marido
Con miedo a volar.


....

Estoy agradecido al perro por llevarme a ver vagalumes la primera noche del verano.



Vagalume, hermosísima palabra gallega para nombrar a las luciérnagas.

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